- 1.9 millones de personas ejercen el comercio informal en la CDMX. Muchos de ellos son los cocineros del barrio, quienes alimentan a los hambrientos y antojadizos chilangos.
Miles de mensajes nos bombardean constantemente sobre la alimentación sana, llena de verduras, agua, carnes magras, cereales, pescados azules y aceites con omegas, entre muchos otros alimentos milagrosos. Pero la realidad es que lo mero nuestro es la grasa. Y por mucho que todos remilguen al ver sus onduladas carnes antes de ir a la playa, es una realidad universal el gusto por este tipo de alimentos. Lo dicen nuestros genes.
Así es la comida que nos ofrece don Carlos: grasosa pero sabrosa. A decir de sus parroquianos, es una verdadera religión el acudir por las tardes noches a su puesto de metal ubicado en la esquina de las calles San Juanico y Calculistas, en las afueras del mercado de San Juanico, en Iztapalapa.
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Recuerdo que lo conocí a muy temprana edad, cuando mi mamá, también fanática de la fritanga, me llevó a probar los platanitos fritos del mercado. Desde que sentí el olor dulzón a la distancia supe que sería un espacio cotidiano en mi vida. Al llegar al puesto el calor del cazo de cobre me abrazó como una cariñosa tía, y a pesar del tiempo que tuve que esperar, me extasíe de la cabeza a los pies al verme frente a frente con esa azucarada delicia.
“Es tardado pero vale la pena”, comentan los clientes que esperan al rededor del puesto a que estén listos los clásicos platanitos fritos, que don Carlos corta con la audacia de un samurái y que acompaña con lechera, crema, cajeta, mermelada, chispitas de colores o de chocolate, los cuales endulzan hasta al abuelito más enojón. O sus papas a la francesa cien por ciento naturales, o como se dirían en el argot hipster, de carácter artesanal.
También podemos encontrar salchipulpos, que entraron al menú por sugerencia de los clientes más chavos, y a veces se le cuelan banderillas de salchicha y queso o nuggets, para la perdición de los más pequeñitos.
Esa primera vez me quemé, ya no aguantaba más. La combinación de ingredientes —mezcla que hasta ahora sigue siendo mi favorita y está compuesta por crema, cajeta, lechera y chispas de chocolate que se derriten por el calor de los plátanos—, me tentaba y me hacía salivar. Mi mamá tuvo que pedirle a don Carlos que me los pusiera para llevar o sucedería una tragedia. Durante todo el camino mi mirada no se separó de ese paquete plateado hasta que llegamos a la casa y pude encerrarme en mi cuarto a devorarlos sin compartirlos con nadie más.
Este puesto forma parte de un grupo de vecinos que por cuestiones económicas han tenido que salir de sus casas después del trabajo para ofrecer una amplia cantidad de comida que, a pesar de tener unos cuantos años de existencia, gozan de una gran aceptación. Al igual que el 1.9 millones de personas que ejercen el comercio informal por la creciente falta de empleos en nuestra gran urbe, según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo.
El puesto de don Carlos es un poco diferente a los demás. Lleva al rededor de 20 años y le entra parejo, desde ser parte del conjunto de ambulantes que diariamente se ponen frente al mercado, así como tener presencia en las fiestas patronales, hasta ser rentado en algún festejo privado o muestra gastronómica. Así es don Carlos, bien entrón, pues desde que dejó la secundaría tuvo que trabajar. Ser comerciante fue el camino que eligió.
“Pruebo mi venenito y, pues, si que está bueno”, nos dice con una sonrisa en la cara, ya que disfruta de compartir el oficio que su señora le enseño y los sabores que tanto a él como a su familia les gustan.
Y el amor con que habla de sus productos es semejante al que se le tiene a los hijos, cada uno es diferente y a todos los quiere igual, sin favoritismos o menosprecio por alguno de ellos.
En su puesto es posible ver el esmero que imprime en su profesión, pues está fabricado de manera que todo tiene un lugar armonioso, cómodo e higiénico. Les explico. Como muchos locales ambulantes de comida cuenta con una estructura de metal formada por una barra larga en medio, flanqueada de otras dos pequeñas a los lados.
En la barra principal tiene cuatro orificios donde embonan a la perfección dos ollas de cobre en las que fríe los platanitos y los salchipulpos, los otros dos orificios son cuadrados y asemejan a una freidora doble en la que se preparan las papas fritas, así como las banderillas y los nuggets, cuando los hay.
En la barra izquierda se encuentra una cortina de pencas de plátanos bien grandes y maduros, y en la parte de abajo hay mamilas con los diferentes aderezos, tanto dulces como salados, que acompañan la fritanga. También ahí están los platos desechables en que las sirve, así como el aluminio con que los envuelve y los tenedores, las servilletas y las bolsas para empacarlos.
A la derecha, en la barra contraria, están los insumos salados, las cubetas con agua donde remoja las papas cortadas, los tuppers con las salchichas partidas, las banderillas y los nuggets. Todo ello realizado con anterioridad por él mismo, pues como dice: “El ser comerciante de comida no es de un rato, hay que comprar la materia prima, prepararla y hacerla, es un trabajo de todo el día, todos los días”.
Y los clientes ni que decir, llegan de todos lados y son de todos los tipos. Acuden a este pasaje culinario desde los vecinos para los que ya es una tradición el venir a saludar a los cuates, así como trabajadores que tienen esta transitada calle como paso obligatorio para llegar a su destino, quienes prefieren disfrutar de una cena sabrosa y veloz, que llegar a preparar algo y lidiar con los platos sucios.
Claro, siempre estamos los amantes de la comida, que no podemos perdernos un festín provenga de donde provenga, y mucho menos si le queda la consigna de grasoso pero sabroso.
Foto portada: James-Flickr
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