Esta historia no sólo retó mi vocación de aventurera culinaria. También se convirtió en una verdadera prueba de amor para mi acompañante.
Hace unos cuantos meses una querida amiga y su esposo terminaron de construir su linda casa de campo por los terruños de Río Frío, el punto más elevado en el camino que une a la Ciudad de México con Puebla. Aprovechando la ocasión, organizaron una parrillada, en la que amigos se unirían a departir alimentos.
Julio y yo llegamos un día antes del acontecimiento. Nos quedamos en una hacienda que lucía espléndida en las fotografías, pero el servicio fue tan malo que difuminó su belleza en mis recuerdos. Al llegar no estaba lista nuestra habitación. Tampoco pudimos recorrer la gran hacienda, su castillo y su lago porque había un evento del gobernador, así que decidimos —bueno, obligué a mi acompañante— dar una vuelta por el pueblo contiguo.
Después de caminar unas cuantas calles con piso de tierra, llegamos hasta la carretera internacional. Mientras avanzamos por la banqueta, recorriendo el sendero de la pequeña vía, pudimos observar que aparecían cazos y cazos de cobre, uno tras otro. Todos apostillados en la calle, llenos de burbujeante manteca en la que se zambullían grandes y carnosos trozos de cerdo. Desde antes de asomarme o leer el anuncio ya sabía de que trataba. Soy una verdadera fanática de las carnitas.
Supliqué y supliqué puesto tras puesto que nos detuviéramos a degustarlas, pero una y otra vez Julio se negó, alegando que no le gusta comer en la calle y menos en un lugar desconocido.
En eso, como una aparición divina, un local hecho y derecho se levanto ante nuestros ojos. Al ver que no tenía más excusas, Julio me acompañó a su interior, ahora sí, sin chistar. Yo pedí uno de oreja y otro de trompa; él dos de maciza con cuerito.
Con sólo ver las salsas tan inusuales, estaba convencida que sería un formidable hallazgo. No podía esperar a probar los taquitos.
—Oiga, ¿Porqué hay tantos puestos de carnitas, será que tienen una especialidad o algo por el estilo? —pregunté a la mesera.
—Pues es el pueblo de las carnitas —me dijo sonriente y se dio la media vuelta.
Julio moría de risa por la respuesta. Yo sólo pensé, bueno, no tienen que saberlo todo, con que las carnitas estén buenas me basta y me sobra.
Comí el primer taco. No estaba mal. Hay muchas categorías de carnitas y en esa variedad radica su riqueza. Las hay doraditas y otras más suavecitas, de trozos grandes, las de pedacitos; también las hay color ámbar, unas más rosas y otras tirándole al café; la hay dulzonas y otras saladas; otras tantas pegajosas o aquellas que son tan prolijas que casi pierden el chiste. En fin. Esta era del tipo ámbar, suavecita, dulzona y un poco pegajosa.
En el último bocado del primer taco, el de trompa, sentí que algo me raspo la lengua. Después, al tragarlo, me raspó la garganta. “Ay no, si también lo siente Julio se va a enojar”. Lo miré disimuladamente y percibí un gesto de asco absoluto.
—Si ya no quieres no te lo comas, no es a fuerza —dije.
—¡Ay, qué bueno! —contestó aliviado.
—¿Por qué no te gustó?
El solo encogió los hombros.
Abrí mi segundo taco, el de oreja. Al ver la carne me percaté de un macabro hallazgo. Estaba cubierta de pelos. Qué digo pelos, eran cerdas. Era como un cepillo, de esos para fregar. Claro, este era de cerdas naturales, con un lindo color crema, pero finalmente cerdas que resplandecían con la luz del día y hacían juego con la carne ambarina.
Solté una carcajada; quería disimular el asco. Le enseñé mi taco a Julio, quien ahora sí se soltó como hilo de medía.
—¡Ay, qué asco! Te dije que no comiéramos esto. A mi también me tocaron pelos y no me quejé por que creí que te enojarías. En los tacos de la esquina de mi casa no pasa eso…
Bla, bla, bla. Continuó quejándose.
Entonces me hice la valiente. Le di otra mordida a mi taco y, ahora con conciencia de lo que comía, pude sentir con claridad los pelos del cerdo rozar mi lengua, raspar el paladar, cosquillear en las encías, y por fin, restregar la garganta al pasar. No terminé el taco. Pedimos la cuenta y huimos lo más rápido posible.
Mientras caminábamos de regreso, entre bromas, platicábamos sobre cómo se llenó el establecimiento mientras comíamos. Conforme pasaba el tiempo, grandes camionetas ocuparon los espacios del estacionamiento a pie de carretera. Es tanto el furor que la gente del pueblo siente por ese lugar, que hasta a la recepcionista del hotel nos fuimos a encontrar.
Unas horas mas tarde, al pasar por la recepción, me encontré a la misma chica.
—¿Sabes por que hay tantos puestos de carnitas en esa calle? ¿Es igual en todo el pueblo o tienen alguna especialidad?
—No, pues es que es la calle de los taquitos.
No dije más y caminé hacia las escaleras. Ahí Julio se descocía de la risa. Yo no quise reírme, me pareció un poco grosero. Ya después en la cena reíamos a carcajadas. No podíamos creer lo raro de toda la situación.
La vida del aventurero culinario no es tan envidiable. En ocasiones los manjares se convierten en monstruosas pesadillas.
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