Suena a aliento de la vida. Es el llamado del atecocoli, el caracol marino que convoca a reunirse en nombre de la historia y tradición. Emergen nubes de copal seguidas por los latidos que se inflaman y brotan del corazón del huehuetl, el tambor azteca, y el teponaxtli, el instrumento de percusión parecido a un tronco ahuecado. Así comienza la danza. Así se abre paso una forma de vida.
Se dice que la tradición conchera, como también se conoce a esos hombre y mujeres que reinterpretan las danzas prehispánicas, se originó en la zona del Bajío, concretamente en Querétaro, y de ahí de extendió por todo el valle de México. Incluso ha llegado a los Estados Unidos. En la Ciudad de México se les puede ver en el diversos barrios como el Centro Histórico, —frente al edificio de la Suprema Corte de Justicia y frente al Nacional Monte de Piedad—, en Azcapotzalco y en la Villa de Guadalupe, donde danzan para la virgen desde los años veinte.
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Danzando se encuentra la conexión con la tierra, se vive en armonía con ella. Recordar y recrear. Es parte fundamental para entender que la madre tierra nos calienta y alimenta, nos obsequia el milagro de la vida y de la muerte, nos acoge en su seno dejándonos renacer, nos enseña que la humildad es el camino a la eternidad.
Cuenta el antropólogo Guillermo Bonfil en el documental “Él es Dios”, dirigido por Arturo Warman (INAH, 1965), que el 25 de julio de 1531, combatían en el cerro de Sangremal, en Querétaro, los chichimecas contra la tropa del indígena Conin (que para entonces ya era vasallo de la Corona Española y fue bautizado con el nombre de Fernando de Tapia). De pronto apareció en el cielo una cruz y al lado el apóstol Santiago sobre un caballo blanco. Anunciaba lo inevitable: el triunfo español. En torno a esa cruz, se dice, danzaron los chichimecas derrotados. Ese fue el origen.
Ser danzante es regresar a las antiguas formas, recordar que aprendemos de los que van delante de nosotros y no olvidar quién enseñó los pasos de la danza. Respeto a la gente mayor. Danzar es convertirse en guerreros y guerreras organizados que transitan el camino, pensamientos, palabras y pasos con un mismo fin.
Esta es la danza, donde se siembran hombres y mujeres nuevos, donde todo se gana con trabajo. Cada pluma, cada instrumento, las coyoleras que abrazan los pies y la nueva vida muestran la ruta para para andar el camino rojo de la disciplina, el sacrificio, de aprender a soltar y a enfrentar nuestras debilidades.