En los estantes de las panaderías, en cajas de plástico, con relleno, pasas, nueces; con café o chocolate. No importa, solo una vez al año se logra disfrutar del mágico y ancestral sabor del pan de muerto.
Un recorrido por las calles de Tláhuac, en la Ciudad de México, nos lleva hasta la panadería de Manuel Solís, un hombre con amor por la repostería y un método poco usado actualmente: horno de piedra. Basta una pequeña charla para obtener una lista definida para hacer realidad el proceso de creación.
Manuel y yo caminamos por Tláhuac, llegamos al mercado, con el mismo nombre de la delegación, junto a la Parroquia de San Pedro Apóstol. Ahí hacemos dos paradas técnicas: una para comprar la harina, huevo, leche, mantequilla, crema, y otra más para adquirir naranjas. De regreso en casa de Manuel, el panadero me pide ir a descansar ya que el trabajo empieza temprano. Antes, se debe pensar en el ingrediente adecuado para agregar al pan. Las pasas resultan adecuadas.
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La historia del pan de muerto se remonta a la época de la conquista. En un ritual sacrificaban a una princesa, extraían su corazón para sumergirlo en amaranto. El personaje que encabezaba el rito daba una mordida a la víscera como agradecimiento. Los españoles se negaron a ese rito y generaron un pan con forma de corazón, bañado de azúcar y color rojo.
Es de madrugada. Manuel le gana la salida al sol y también a mí. Me muestra la masa ya mezclada. “Solamente junte todos los ingredientes, rallé la naranja para darle un poco de sabor y directo a la mezcladora. No te perdiste de mucho” comenta subiendo el ánimo para dar marcha al montaje.
En la mesa de madera, Manuel pide nos unamos al trabajo: “Toma un pedazo de masa y hazlo semibolita, que este ovalado. Gira, gira, hasta que tengas un pedazo bien hecho. ¡Debes de hacerlo fuerte! ¡No estamos haciendo masa para pizza! ¡Necesita mayor fuerza! ¡Es un tributo a la muerte!”
Mientras se trabajan las bases del pan, los dos hijos de Manuel preparan la leña para empezar a calentar el horno de piedra, grande e imponente. Basta con estar a escasos centímetros para sentir el suave y dulce aroma del pan.
La variedad existente en el pan de muerto actualmente se podría clasificar con o sin relleno, de pasas y nueces, con un toque de naranja o vainilla. Pero nada se compara al delicioso pan cubierto de azúcar con un caliente café de olla, perfecto para estos días fríos y de recuerdo.
La canilla se forma de dos tiras de masa que se amoldan entre los dedos hasta tener un pedazo que aparente un hueso. Una pequeña bolita se coloca en la parte superior del pan, como si fuera un cráneo. Tenemos una tumba en nuestro pan de muerto.
Manuel se queda quieto por un segundo. “Otra vez se nos están olvidando las pasas. Toma, ponles unas encima, pero ponle prisa, ya nos estamos humeando aquí”. El hombre me da la bolsa y doy los ligeros detalles a cada uno de los panes, mientras el calor aumenta por el horno casi precalentado.
Las manos sudan, el calor aumenta a cada segundo, la impaciencia de sentir el sabor, lo dulce en el paladar genera emoción. La realidad, solo una vez al año es normal encontrar tan maravilloso producto en las panaderías locales. Un pan con historia, un pan con sabor a México.
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