Me invitaron a una comida en un restaurante al interior de un hotel de Polanco. La mesa estaba llena de otros representantes de los medios de comunicación, así como de los directivos del hotel y funcionarios de la secretaría de turismo de Puebla, incluyendo al secretario mismo. Todos muy guapitos y modositos degustando los platillos más representativos de la capital poblana.
Parte de mi trabajo se enfoca en acudir a diferentes eventos donde la comida y la bebida corren libres por la mesa. Todo ello con el fin de ser testigo de los esfuerzos que cocineros y restaurantes hacen en pro de la Cocina Mexicana, y claro, en busca de comensales.
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Y así apareció el invitado más esperado de la tarde: un delicioso pollo con mole, igualmente elegante, con su aterciopelado traje café claro y sus joyas de ajonjolí. Fui muy feliz porque me tocó una pierna. Eso de las carnes magras nomás no son lo mío.
Comí alegremente alrededor del hueso, descubriendo bocado a bocado los diferentes ingredientes del platillo: pan frito, cacahuate tostado, anís, clavo, chocolate de metate, chiles, manteca…
Después de mezclar el arroz con el excedente de mole sólo me quedaba una cosa por hacer. Mientras bajaba los cubiertos y mis manos se encaminaban hacia el plato, los comensales, uno a uno, me miraban con desconcierto y asco. ¿Haría eso tan desagradable que imaginaban? Me detuve en seco al ver su expresión en conjunto.
La verdad si planeaba hacerlo. Así, con mi camisita de vestir, mis zapatitos lustrosos, ajuareada y mis manitas con manicura francesa, tomaría esos deliciosos huesos y los roería hasta verlos desnudos. Y claro, al terminar también chuparía mis dedos.
En ese momento recordé un artículo sobre los modales y la etiqueta dentro de la Cocina Mexicana, que me impresionó por la claridad y veracidad con que se refería al tema. En él, el investigador y cocinero Abdiel Cervantes habla sobre la manera en que los mexicanos hemos hecho propios un conjunto de comportamientos que van en contra de nuestra cultura. Nos hemos obligado a hacer cosas tan absurdas como comer un tlacoyo con tenedor y cuchillo sólo por sentirnos muy de caché.
Tengo que confesar, ahora sí, con vergüenza absoluta, que esas miradas hicieron su cometido y me traicioné de la manera más vil. Con lagrimas en los ojos, dejé que el mesero se llevará, a lo que a mi parecer es el tesoro más sagrado, eso que dejo al final para echármelo con la paciencia y dedicación que se le debe: el montículo de huesitos.
Frente a mí, una perspicaz mujer se dio cuenta de mi consternación y añadió con ironía: “Si estuvieras en casa hasta chupabas los huesos”. A lo que respondí: “Si, caray, me vi lenta con el mesero. Porqué yo pienso, si el chef no hubiese querido que chupe el hueso, nomas no lo pone ¿O no?”.
Justo en ese momento los convidados se callaron al mismo tiempo y mi jocosa aseveración cubrió de lado a lado de la mesa, como siempre sucede con este tipo de comentarios. Sin embargo, esta vez todos rieron. ¡Chin!, pude haber chupado los huesos con solo decir eso un poco antes.
Mientras todos hablaban del clima, la belleza de la vajilla y demás frivolidades, me quede en silencio pensando en lo ridícula que había sido por haber pasado esa vergüenza y lo incomprensible que me resultaba esa manera de actuar.
Imagine un chino haciéndose un taco de arroz con soya o a un gringo comiendo hamburguesa con palillos. O quizá un francés en un restaurante muy fino disfrutando de su clásica sopa de cebolla en una jícara esmaltada, al puro estilo oaxaqueño. ¡Claro que no, eso no pasa!
Entonces, ¿por qué tenemos esa necesidad tan grande de parecer lo que no somos? Yo entiendo, en tiempos de la Colonia y los años que le siguieron, primero por obligación y luego por estar deslumbrados, nos apropiamos de un sinfín de modos y formas de ver las cosas provenientes del Viejo Mundo.
Pero ahora, 500 años después y con un nombramiento de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por parte de la UNESCO, es verdaderamente inaceptable ese desdén por comer como en realidad debe ser. Y no me malentiendan. No se trata de chupar un hueso o eructar en la mesa. Se trata de no tener miedo a acercarnos a nuestra comida.
Tal vez para otras culturas, que se piensan más “refinadas y prolijas”, esa distancia con la mesa y sus alimentos sea lo que les funciona. Pero en México, donde el maíz, su principal fuente de vida, es deidad y parte de su familia, es simplemente impensable verla como un objeto de supervivencia y poder, mirándola desde arriba. Los mexicanos no poseemos la comida, la sufrimos con trabajo, la gozamos con rituales, la vestimos en textiles, la usamos en joyería, tantas y tantas cosas. En resumen, la vivimos.
Sí, es verdad que a veces comemos insectos y algunos otros animales vivos, pensémoslo como cuando nuestras mamás nos convencían de no temerle a las arañas y nos decían ellas tienen más miedo de ti que tú de ellas. No debe asustarnos interactuar con nuestros alimentos. No se nos raja la pata, ni mucho menos.
Disfrútala con tus manos. Que tus dedos descubran sus texturas, sus formas, sus siluetas, pues es un festín digno de los dioses. Eres de los afortunados que tienen sus tres comidas diarias, y no sólo eso, sino que decides a placer en qué consistirá cada una de ellas. No hay mejor cuchara que una tortilla o mejor vaso que una jícara. Así que la próxima vez que alguien te mire raro por no tener los mejores modales de etiqueta —europea— a la mesa, recuérdale que quién está fuera de contexto es él o ella.
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