El trabajo de Macario es cosa seria. Él lo sabe, por eso mientras está ejecutando uno de los pases de cuchillo que requiere su oficio, no sonríe ni habla con nadie. Su expresión va más allá de la seriedad: es concentración. Su labor la requiere. Macario es pastorero: el maestro taquero que prepara los tacos al pastor.
Ahí van sus manos expertas. Se extienden a la altura de su rostro. La que blande la afilada navaja da un corte preciso a los bisteces de cabeza de lomo marinados en un adobo de color rojo, que han sido colocados unos sobre otro hasta formar una bola de carne en forma de trompo de más de 30 kilos que asa el fuego de una parrilla vertical con carbón vegetal. La otra extremidad sostiene un papel de estraza rectangular y una tortilla del tamaño de la palma de su mano. Abraza la lámina de carne que se desprende tras el corte.
Por último Macario levanta la mirada. El trompo es coronado por un trozo de piña. El brazo del hombre se eleva sobre su cabeza. Con destreza la punta del cuchillo quita un fragmento triangular de la fruta, pequeño como su dedo pulgar. Al mismo tiempo la hoja afilada lo impulsa. La piña vuela, Macario aleja de su cuerpo la mano que trae la tortilla y, como su fuera una manopla de beisbol, la utiliza para capturar el trozo amarillo que por un momento parecía que terminaría en el piso. Pero no es así. El taco de carne marinada y piña termina en un plato, junto a otros dos que completan la orden que he pedido.
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El taco al pastor es uno de los platillos típicos chilangos y después de unos alcoholes es cuando saben mejor. El pastor consiste en delgados cortes de lomo de cerdo marinados en una mezcla que puede contener axiote, naranja, vinagre, ajo, cebolla, chiles secos, tomillo, orégano y otras hierbas. Cada taquero tiene su propia receta. Ahí está su secreto.
Su origen es incierto y muchas taquerías se atribuyen la creación de este platillo. Sin embargo, se cuenta que hace 50 años doña Conchita Cervantes, una viuda que vendía carnes asadas en su pequeño local en la esquina de Tamaulipas y Campeche, en la colonia Condesa de la Ciudad de México, se le ocurrió sustituir la carne de cordero del shawarma árabe por cerdo y bañarlo en su receta especial de adobo. Jamás imaginó que estaba creando un referente cultural mexicano. Con sus tacos sacó adelante a sus hijos.
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“Ella tenía hijos chiquitos. Al quedar viuda no podía tener un horario en una oficina, no podía dejar los niños en su casa sin que los cuidara”, me cuenta Ricardo Ruiz, director de operaciones de la taquería “El TIzoncito”, mientras metemos las manos a un plato que trae unas costillas sazonadas al pastor. Huesitos les llaman ellos. “Así que decide llevarse a los hijos, que estuvieran bajo su vista. Prácticamente viven en la taquería y de paso le ayudaban: uno cobraba, otro contaba los papelitos donde se servían los tacos y cuidaba que los clientes no se los comieran, el otro ayudaba en el trompo”.
Los hijos de doña Conchita también ayudaron, involuntariamente, a la creación del concepto del taco al pastor. Se cuenta que ellos jugaban con juguetes tradicionales, como el balero y el trompo. Al ver éste último juguete la mujer decidió dar esa forma a la pila de carne.
Doña Conchita murió en 2012. Jamás se le ocurrió patentar su platillo —aunque muchos años después se preguntó por qué no lo hizo—. De cualquier forma nada hubiera evitado la expansión del taco al pastor. Es un platillo libre que no sabe quedarse en pocas manos.
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Macario llegó a trabajar a la taquería cuando tenía 14 años. Ahora ronda los 41. Su familia ya trabajaba en el local que fundó doña Conchita. Primero lavó la loza, acomodó el refresco, aprendió a preparar las aguas de horchata y jamaica. Pero eso no era suficiente para el muchacho que todos los días se trasladaba desde Chimalhuacán, en el Estado de México, al centro de la capital. Le llamaba la atención la forma en que los viejos pastoreros cortaban la carne y marinaban.
Un día no aguantó las ganas y se acercó a Juan, uno de los taqueros más experimentados entonces.
—Oiga, yo quiero aprender a trabajar así.
—¿De veras quieres aprender? —cuestionó el viejo sin dejar de poner bisteces uno sobre uno para formar el trompo.
Don Juan le enseñó como sostener un chuchillo, la forma de deslizarlo en la cabeza del lomo de cerdo para obtener hojas de carne con forma de mariposa, ni tan delgadas que se rompan y no tan gruesas que no se puedan asar correctamente. Después le mostró la manera correcta de marinar la carne, el tiempo que necesita para absorber los jugos del adobo. Luego Macario aprendió a armar un trompo, a colocarlo en el asador vertical —donde el calor del carbón, y no el fuego, cocina la carne—, a darle su tiempo de asado al trompo en cada giro, cortar laminas de pastor para el taco y, lo más difícil, a volar la piña.
“En un mes aprendí más o menos, pero aprender bien, bien a volar la piña como en tres meses. Es lo más difícil, la forma de cortarla. Ahorita tú me ves que lo hago fácil, pero no lo es”, me platica Macario mientras me extiende un plato tres pequeños pequeños montones comestible en capas: tortilla, pastor, piña. Por primera vez sale de su transe y sonríe.
Es curioso, la carne a pesar de ser magra es jugosa. Trato de identificar algunos ingredientes del marinado: se siente cítrico, tal vez naranja; seguro tiene axiote, por supuesto chile, ajo sal. El resto de los componentes ya no los busco. No importan. El sabor del taco me recuerda las parrilladas de fin de semana.
Macario mira mis gestos de placer. Se ríe. Él sabe que su pastor está bien preparado y tiene buen sabor. El primer taco que sale de cada trompo es para él. Así lo enseñaron. Como buen cocinero tiene que probar su comida antes que los comensales. No puede mandar nada que no haya pasado por su paladar. Pronto ese conocimiento pasará a manos de su hijo mayor, un muchacho de 21 años que, igual que lo hizo su padre, aprendió el oficio desde abajo, como ayudante general.
—¿Cuántos hijos tienes?
—Tengo cinco —me dice orgulloso el maestro pastorero— son cuatro niñas y él. A él le gusta también hacer tacos. Quiere que lo capacite. Le digo que sí.
Muerdo otro taco y pienso que es probable que el pastor tenga algo de afrodisiaco. Los cinco hijos de Macario son la prueba.
El hombre recibe una comanda e interrumpimos la plática. Se vuelve a plantar frente al trompo, lo hace girar, lo detiene, blande su cuchillo y comienza el pastoreo. La sonrisa desaparece de nuevo. Si, el trabajo de Macario es cosa seria, porque taquero puede ser cualquiera, pero maestro del trompo al pastor muy pocos.
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- Periodista, editor y productor de radio