Son las tres de la madrugada y la calle parece un carnaval. Las carcajadas y el barullo de la charla armonizan con el ruido del cuchillo de ocho pulgadas, que más bien parece un machete que retumba en la tabla de madera. La carne se corta en pedacitos. Los de cochinada son la especialidad. ¿Quién es el creador de esta delicia? Don Beto, un hombre de 69 años que comenzó con el negocio “Tacos Beto” en 1965.
Don Beto confiesa que en sus inicios el cazón en el que freía la carne comenzaba a llenarse de “achicalada” —los restos que quedan al fondo luego de la cocción de la carne— y no sabía qué hacer con ésta. Así que la ofrecía a sus comensales probaditas de tacos con “asientitos” y jugo de carne para que ellos mismos le dieran su impresión de lo que estaban degustando. Después ya la misma gente comenzaba a pedirle: “échale basura”, “échale carbón”, “échale chichi”. Hasta “mugre”, le decía los clientes a esa carne achicharrada. Y después alguien gritó “¡échale cochinada, porquería!”. A la mayoría de las personas les gustó el nombre de cochinada y así se pasó de voz en voz.
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¿Qué es un taco de cochinada?
El glosario de la Real Academia Taquera advierte que el nombre genérico de cochinada significa “la fusión del jugo que suelta la carne con todo lo que se fríe en el comal, llámese cachito de carne, grasita del suadero, trocitos de longaniza y chorizo. Todo junto se achicala hasta quedar término medio; es decir: ni dorada ni cruda”. Don Beto dice que pedirla se ha vuelto un asunto natural. “Ya casi nadie pide sus tacos solos, todos los quieren con cochinada”, comenta.
¿Y en qué radica el éxito? En cuidar los detalles. “Proteger al taco. Que no cambie de sabor, que no se pase de cocción, que no se queme, que esté al punto —platica el taquero—. Le tengo especial cuidado a la verdura: el cilantro lo lavo y desinfecto. Las salsas las hago yo. Los chiles y los tomates deben de estar frescos. Preparo 20 litros diarios de una salsa de chipotle y otra de serrano. Las hago durante la tarde y como ya tengo práctica no me tardo más de una hora”.
“¿Usted come sus tacos?”.
“Sí, todos los días. Antes comía mucho los campechanos –una mezcla de bistec, suadero, longaniza y cebolla cambray–. También me encantaban los de chicharrón con cebolla cruda, con limón y salsa. Ahora los como menos porque tengo diabetes y hay que cuidarse un poco más, pero de vez en cuando me doy mis gustos. Los de pastor llevan un condimento especial que le da el toque. Y yo mismo preparo mi longaniza”.
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Taquero por vocación
Originario de Huajuapan de León, Oaxaca, don Beto, quien también habla la lengua mixteca, se mudó a la Ciudad de México a los 16 años porque en su tierra, dice, “no había de qué vivir ni qué comer y existía mucha pobreza”. Su padre falleció cuando él tenía dos años y su madre se quedó a cargo de su familia. Terminó la primaria a la edad de 16 años; entonces, tomó su mochila y se animó, junto con otros jóvenes, a emprender el viaje a la Ciudad de México.
Llegó a la colonia Roma con un familiar. Él y los jóvenes que lo acompañaban se dispersaron para buscar en dónde y de qué trabajar. Se dedicó a la albañilería, fue repartidor de leche, trabajó de cerillo —como se les apoda en México a los empacadores en los supermercados—. Hasta que llegó a ser velador en un lote de autos en la hoy alcaldía Benito Juárez.
A la vuelta de ese negocio había un local que de día era carnicería y de noche vendía tacos. Don Beto platica que el dueño tenía un niño de 10 años que no podía prender el carbón. Entonces él le ayudaba porque su papá se iba con el compadre y regresaba muy noche. Cuando éste llegaba don Beto ya estaba ayudando al niño a despachar. Un día el señor le dijo: “¿por qué no te vienes a trabajar conmigo?”. Aceptó. Le pidió que le ayudará también a atender la carnicería. En aquél momento trabajaba de las seis de la mañana hasta la una de la madrugada del siguiente día. Así fue como aprendió el negocio de los tacos, pero un día el señor lo corrió porque le pidió permiso para salir dos horas al bautizo de su hija, la mayor, y no lo dejó. Él se rebeló y lo despidió.
Luego trabajó de manera temporal reparando los rieles de la Montaña Rusa, en Chapultepec. Un día su esposa fue a la carnicería de al lado de su casa, en la calle de Mitla, y le pidió permiso al dueño para vender tacos afuera del negocio; él aceptó con la condición de que le compraran la carne. Ese mismo día fue por su brasero y su carbón y comenzó a vender en la calle. Después de un año, con sus ahorros, pudo comprar el local en el que ahora están ubicados. Después del temblor del 85 se mudaron a Pachuca, Hidalgo.
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Los golpes de la vida
El trabajo de don Beto comienza cuando el resto de los mundanos descansa y termina cuando éstos se levantan. Vive en Pachuca y casi todos los días llega a su casa a las seis de la mañana; duerme cuatro horas y a las 10 se levanta para ir a la Central de Abastos a comprar la mercancía. Regresa a casa a comer y a las cinco de la tarde ya está camino a la Ciudad de México; hace dos horas de traslado.
Don “Rey Cochi” practica este ritual desde hace 50 años y asegura que a sus casi 70 años no se siente ni cansado ni con ganas de jubilarse, a pesar de que el negocio es familiar y la lealtad de sus hijos no se pone a prueba. De los cuatro descendientes que le sobreviven, dos de ellos son hombres y siempre lo acompañan en esta actividad. De todos ellos habla con mucho cariño, pero hay dos eventos que lo llenan de desolación.
Sus ojos se enfocan en una sola dirección y comienzan a perderse en un limbo melancólico al recordar la muerte de unos de sus hijos, hace 14 años, a causa de un accidente automovilístico. Y de aquel otro día fatídico en el que, por un irremediable descuido, el molino de la carne le prensó la mano a su hija. Ambos sucesos dejaron una huella indeleble en su corazón. “Son golpes que pasan en la vida. Uno puede enterrar a un padre que ya vivió, pero hacerlo con un hijo es muy difícil de superar”, me dice.
Don Beto bebe un sorbo de agua, se recompone y regresa a la charla. ¿Qué lo hace permanecer en el negocio?, pregunto. El tipo de comunicación que existe con la gente, dice. Me gusta atender a los niños de dos años, que piden su taquito. Yo siento que así les vamos entrenando el paladar. ¡Los he visto llegar a adultos! A lo largo de este tiempo he visto pasar casi tres generaciones. Aquí ha venido mucha gente famosa como el Piojo Herrera, Cuauhtémoc Blanco, Irma Serrano, María Victoria, Los Polivoces, Raul Orvañanos y Lolita Ayala.
Cómo no creerle si su taquería ha sido el refugio final de muchas noches de francachela. Su buen trato y sazón hacen que uno corra a sus tacos antes de acabar en las garras de “El Torito”, la cárcel en la Ciudad de México donde van a parar aquellos que conducen sus autos en estado de ebriedad y son detectados por la policía.
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Para bajar la borrachera
Don Beto, además de hacerle al arte taquero, tiene dotes de psicólogo porque conoce muy bien el temperamento de sus comensales. “Cuando alguien llega muy tomado hay que servirle rápido; si calman el hambre se les baja la borrachera, el enojo y la adrenalina y así evitamos que se pongan agresivos”. Rememora que antes el ambiente era más familiar y con el paso del tiempo éstas se han dispersado. “Ahora viene mucha gente a bajarse la borrachera de la fiesta”.
Esta taquería es un paso obligado para que los trasnochados del Centro, la Roma o la Condesa, que van al sur de la ciudad, pasen a culminar una noche de gloria. Aquí llegan músicos rockeros después de la tocada; parejas de bailadores que vienen de rumbear de algún otro salón de baile; veinteañeros que regresan del antro, guapísimas chicas que bajan de una Hummer conducida por un ostentoso ricachón; gente que regresa del estadio, enfundada en playeras de sus equipos, y cantantes con guitarra —y a veces hasta con amplificador— que amenizan con esa canción que compuso Andrés Calamaro que dice: “La otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como un perro…”.
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Un espacio de nostalgia
El local está desprovisto de cualquier tipo de glamour; las paredes azules y los azulejos blancos evocan a las taquerías de los años 70. Es evidente que desde esa época no se ha hecho ninguna remodelación, pero eso para nada inhibe al gran flujo de gente, que en altas horas de la madrugada suele ocupar varias meses que se extienden sobre la acera oriente de Dr. Vértiz casi esquina con el Eje 5 Sur, en la la colonia Narvarte.
Mientras uno come sus tacos en la calle, es inevitable escuchar la charla de un comensal eufórico que despotrica ante los resultados del último partido de futbol. Los equipos favoritos del personal de “Tacos Beto” parecen ser el América y el Pachuca; si no es así, al menos se divierten generando polémica, porque no es extraño escucharlos hacer escarnio de algún aficionado chiva que llega desanimado por los desfavorecedores marcadores que han puesto en jaque al equipo, desde el ya muy sonado pleito marital de su directivo. De vez en cuando los ánimos se caldean, pero nunca se pierde la camaradería.
Aunque han padecido situaciones incómodas, don Beto asegura que nada se compara con los años en los que aún no se construían los ejes viales y bajaban pandillas de otras colonias a pelearse. “Se aventaban las botellas y nosotros las esquivábamos. Cuando empezó a haber vialidades, las familias problemáticas se fueron. Luego, en los años 90, comenzaron los asaltos a mano armada; a la gente que se oponía a entregar su dinero les daban de cachazos. Una vez tiraron un balazo en la trabe del negocio y desde entonces ahí quedó el hoyo del casquillo. Esa inseguridad duró casi cinco años. Hubo un año en el que cada mes nos asaltaban. En ese momento sí pensé en vender todo y terminar con el negocio. Después de esos años todo fue un poco mejor”.
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Su esposa, la fuerte
Hay que reconocer que los tacos con “cochi” cuentan con este ingrediente innovador. No hay otros como éstos por toda la ciudad. Don Beto afirma que han querido igualarlos, pero no han podido. Platica que una de las crisis más fuertes que hizo peligrar el negocio fue cuando un grupo de trabajadores decidió independizarse y resolvieron hacerlo justo en un local ubicado al lado de sus creadores. Sin embargo, a pesar de que conocían a la perfección el negocio no lo pudieron desplazar. “A mí me duran mucho los trabajadores. La lealtad para mi es fundamental. Sólo se van cuando ya se sienten cansados por los horarios o encuentran otro lugar en donde les paguen mejor”, comenta don Beto con orgullo.
Cuando entró la crisis de los empleados su esposa fue la primera que los hizo fuertes y los mantuvo unidos para superar ese asunto. Me cuenta que existe una conexión especial con ella porque, al igual que él, es muy trabajadora.
“Aunque le dedico más tiempo al negocio que a ella, entiende que es un sacrificio de familia y que hay que luchar por eso. Lo hago con amor. Si no vengo al negocio, siento que me falta algo, por eso nunca falto. En mi casa me gusta estar en mi jardín, cuidar mis plantas y regarlas, pero nada se compara con estar activo en mi trabajo. Esa es mi pasión”.
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- Periodista y diseñadora gráfica. Me gusta pisar el suelo de mi asfalto, oler sus calles, levantar la cara, ver el cielo, descifrar el mensaje de los espectaculares, platicar con gente, conocer sus historias y contarlas. Pronto quiero publicar una novela.