Desde que el metro arribó a la estación sentí como mis fosas nasales se inundaban de ese inconfundible olor donde lo herbal de las verduras se funde con lo denso de la carne, lo putrefacto de la basura y lo penetrante de las garnachas. Había llegado. Me saludaba con su aliento el enigmático barrio de la Merced.
Espaldas, brazos, cabelleras, costales diablitos; entre ese mar de gente era casi imposible enfocar un sólo rostro. Y qué decir de la infinidad de puestos con los que me topé de sopetón al terminar de subir los escalones de la estación: suéteres, esponjas, cerillos, dulces cristalizados, tacos, ollas, cuchillos, cadenas de papeles brillantes, tlacoyos…
Esta vez sí seguí la luz, tal como me lo marcaban las instrucciones recibidas por la chef Santacruz. De esta manera atravesé el mercado y llegué a la zona de las cocinas. Entre cucharas, vasos y estufas pude reconocer ese par de ojazos claros, brillando como dos estrellas en medio de ese universo de personas y cosas.
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Le dicen el Gato e imagino que será por sus misteriosos ojos. Su nombre es Vicente Magaña, un hombre maduro que a simple vista podría dar la impresión de ser recio y de carácter seco, pero con unas cuantas palabras me fue posible mirar a través de la carcaza acartonada y descubrir a una persona muy amable y sonriente.
Sobre Adolfo Gurrión, entre Anillo de Circunvalación y Cabañas se encuentra este pequeño oasis, donde vendedores, compradores y turistas, así como uno que otro perdido o curioso, puede alejarse del ajetreo y la multitud para disfrutar no sólo de un excelente taco, sino de un ambiente de barrio de antaño, que acoge e integra sin distinción.
Al llegar me saludó una mesa de madera, que en algún momento debió tomar parte de un juego de comedor. Con su color café obscuro y gastada por el tiempo, representaba el espacio de reunión en el que los parroquianos de este santuario atemporal desbordaban un sinfín de emociones provocadas por un modesto mazo de cartas. “Ahorita la venta está tranquila, lo mero bueno es el fin de semana; sábados y domingos”, me dice don Vicente.
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Imagino que esa lentitud en la salida de los tacos era lo que permitía al Gato sumergirse en los placeres del juego y volver, sin rastros de haber escapado por unos minutos, a sus labores matutinas.
Desde las ocho de la mañana, hora en que empieza su turno, prepara los insumos necesarios para acompañar los taquitos; el jardincito verde y blanco, el dúo de salsas que como las damitas del barrio son bien bravas pero sabrosas; sin olvidar esos botones blancos de colitas largas y verdosas, que después de un baño caliente en aceite logran un dorado perfecto, así como una textura suave y un dulce sabor a caramelo.
Más que un trabajo, este local simboliza la vida de don Vicente, pues desde que llegó de los Altos de Jalisco a los 16 años, ha trabajado más de cuatro décadas en la preparación de estos tacos. “Sólo un año dejé de trabajar porque me dieron las reumas, ya sabe, por que me lavo las manos y sigo con lo caliente. Pero me gusta y siempre me ha gustado esto”, me platica con un gesto de plenitud en la cara y su cuchillo en mano.
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El Gato, además de sus amigos, se encontraba acompañado por Martita, una jovencita de sonrisa fácil y tratos amables, que a la mínima señal de los comensales se apresuraba con gran afán para acercar las servilletas, pasar el florero de pápalo o alguna de las salsas más lejanas.
Yo pedí seis tacos campechanos, pues por haber llegado tan temprano aún no se terminaba de cocer la tripa de olán que, a decir de don Vicente, es la de mejor calidad, además de que su buena fama la han alimentado con taquitos de suadero.
A las diez de la noche termina la jornada del Gato, pero no la del establecimiento, pues el patrón sigue con la venta hasta el filo de la media noche, cuando el caótico barrio de la Merced se convierte en un desierto de lonas y tubos que, como esqueletos de dinosaurio, dejan testimonio de los vibrantes puestos que durante el día tuvieron una vida desenfrenada, y que al caer el alba fueron muriendo poco a poco.
Al terminar con el botín del día y despedirme de don Vicente continué caminado por Anillo de Circunvalación. Recorrí algunas calles aledañas y observé los rostros de sus habitantes; comerciantes, residentes y paseantes, todos tan diferentes pero tan iguales, amalgamados por una identidad que sólo puede crear un barrio tan ilustre con lo es la Meche. Aquí nació la Nueva España, cobijó a los más opulentos comerciantes libaneses y judíos y hoy sigue siendo un gran corazón comercial y cultural que late al compás de una buena cumbia.
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