Por Memo Bautista
Un pase largo. Noemí baja el balón y lo controla. Corre hacia la portería rival. Un contrincante se interpone en el camino. La chica pasa el balón a otro compañero. Corre. No pierde de vista la pelota que ahora regresa hacia ella por el cielo. Flexiona las rodillas, extiende los brazos. Salta. El balón rebota apenas arriba de su frente. Gira el cuello. La pelota vuela sobre cabezas que intentan interceptarla. Desciende en una curva. La mano del portero trata de atraparla. Imposible. ¡Gol! La jugada es de Noemí Arzate, la crack de Azcapotzalco, mujer transexual, principal promotora de la única liga de futbol LGBT en la CDMX.
“En mi vida pensé practicar futbol”, platica la chica. “Se enamoró del balón”, dice Rafael Martín Martínez Olguín, el coordinador de la cancha de futbol rápido El Barril, donde los fines de semana juega esta liga.
Estamos a un par de calles del edificio de la Alcaldía Azcapotzalco, en la esquina de la avenida 22 de febrero y la calle Trébol, en el barrio de los Reyes. Ahí está la pequeña oficina de El Barril. Hoy los cabellos de Noemí casi tocan su cadera porque trae extensiones. Su cintura es remarcada por el pantalón ajustado que usa con el talle a las costillas. Podría ocupar la portería si lo quisiera, su estatura de casi 1.80 se lo permite, pero le gusta más moverse por la media cancha. El día que anotó aquel gol de cabeza su rostro era un lienzo en blanco. Hoy su sonrisa delgada es roja, sus cejas expresivas café y sus ojos están enmarcados por el rímel y el delineador negro.
Mira por la ventana la cancha de asfalto en la que juega. En ese campo de color plomo, literalmente los jugadores dejan piel y sangre en una barrida o una caída. Noemí ha pedido a las autoridades que le coloquen pasto artificial. Aún no tiene respuesta. A pesar de eso, no hay sitio donde la chica se sienta más a gusto que ahí.
“Quiero y respeto este lugar porque me hace luchar por mis derechos como chica trans y como deportista —me dice—. Luchamos porque seamos reconocidos como deportistas de alto rendimiento”.
Noemí Arzate ha representado a México en el extranjero. En abril de 2018 fue directora técnica de la Selección Mexicana de Diversidad Sexual que se coronó en el Whitmore Indoor Classic, en Nueva York, el torneo de futbol LGBT más antiguo del mundo. En agosto de ese mismo año viajó a los Gay Games, en París, becada por la propia organización, donde el equipo jugó la final. Perdieron, pero lograron medalla de plata. Apenas en enero de 2019 participó con su equipo en otra competencia en Las Vegas.
“Nunca lo imaginé. Ir a un mundial donde participan más de ochenta países, más de diez mil atletas, jugar contra Brasil y Holanda. Yo me iba a desmayar por el calor. Me curaron con un poco de Coca Cola. Volví al juego; si perdíamos no pasaríamos y no tendríamos medalla. ¡Lo logramos!”, evoca emocionada.
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Morbo y rumores
A Noemí le gustó el futbol desde niña. Su familia es aficionada a ese deporte. Uno de sus hermanos jugó en las fuerzas básicas del Cruz Azul, por eso ella es seguidora del equipo. Sin embargo, la chica no jugaba. Temía a la burla, a la agresión por no ser igual a los varones de la primaria o la secundaria. Hace diez años ella, su hermano Michel —que es homosexual— y otros seis integrantes de su grupo de amigos gay que traían el gusto por el futbol se plantearon el reto de jugar, aunque ninguno sabía siquiera patear un balón. Qué más daba intentarlo. Llegaron a El Barril a pedir una oportunidad. Martín organizó una práctica con chicas lesbianas y chicas trans. Por primera vez Noemí pisaba una cancha en serio.
En las paredes del módulo cuelgan reconocimientos y medallas. Destaca una bandera arcoiris y un anaquel de madera atiborrado de trofeos y fotos de los equipos que han pasado por ahí. Martín presume la obra que ha construido en los 24 años que tiene la cancha. Nada lo enorgullece más que la liga LGBT.
Noemí se acerca. Toma una foto que muestra a un equipo femenil. Ella sobresale con el cabello recogido y labios como Mona Lisa. Son Las Calaveras, el primer equipo con el que jugó. Antes las dirigió por tres años. No podía jugar porque se trataba de un equipo integrado solo por mujeres. La ocurrencia de Martín de meter a dos jugadoras de la diversidad a los conjuntos femeniles fue el detonante que acercó a más personas homosexuales a la chancha. Pronto pudieron formar dos equipos para jugar entre ellos. Luego llegaron más conjuntos y crearon la categoría “diversidad gay”. Hoy la liga cuenta con aproximadamente 170 jugadores y 14 conjuntos. Uno más compite en la categoría libre, juega contra equipos heterosexuales y ha ganado dos campeonatos.
Al principio algunos amigos los entrenaban. A veces en plena práctica, equipos de las empresas cercanas a la cancha o de la liga libre les pedían partido. Martín también trabajó con ellos seis años. Entre torneos, preparación y tiempo, los jugadores crecieron.
“Hicimos un partido de exhibición. Esto se llenó. A lo mejor por el morbo. Fue genial —platica Noemí—. Es difícil entrar a una cancha hetero, creen que no vas a poder. O cuando ven parada ahí a una chica trans o un chico gay para muchos es extraño”.
Atrás han quedado las burlas y el morbo de los jugadores heterosexuales que juegan en El Barril contra equipos de la liga LGBT. Sin embargo, la homosexualidad en el fútbol aún es un tabú. En 2018, Consulta Mitofsky realizó una encuesta llamada “La afición al fútbol soccer en México”. El documento arrojó que uno de cada cinco mexicanos, preferiría que un jugador salga de su equipo favorito si se sabe que es homosexual.
Los rumores sobre la homosexualidad de algunos jugadores profesionales se han convertido en escándalos y han tenido dosis de discriminación sobre todo en redes sociales. En 2010 Carlos Salcido fue relacionado con Yamile, una chica trans con la que tuvo relaciones durante una fiesta. En 2018 Ale Salinas, también mujer trans, dio a conocer una conversación en Twitter en la que Carlos Vela le coqueteaba. Ese mismo año se hizo viral un video donde Martín Cauteruccio y Javier Salas, ambos jugadores del Cruz Azul, estaban en una alberca. A partir de ahí se habló de que mantenían una relación sentimental. En 2017 Jonathan Dos Santos canceló su boda al confesarle a su novia que era bisexual. De hecho, en 2015 se le relacionó con su compañero de equipo Mateo Musacchio.
“El deporte no discrimina, sino la gente y la ignorancia —comenta Noemí—. Aquí la liga libre es de barrios, de choque. Logramos meter al equipo y hemos ganado finales. ¿Y qué crees que hacen los chavos? Nos piden chance de jugar y se disciplinan. Ellos son rudos, pero al ver que nosotros jugamos limpio se contagian”.
Noemí Cachonda
Es sábado por la noche en Cuautitlán Izcalli, en el Estado de México. Un terreno terroso se ha convertido en pista de baile. Ahí se presenta el sonido Súper Dengue. De torres tubulares con altavoces salen los ritmos de la salsa, la cumbia y el guaguancó que programa el sonidero, el sound system mexicano. También los saludos a cada uno de los bailarines. Se forma una rueda para que al centro pasen parejas de bailarines a exhibir sus pasos.
En cuanto Noemí llega al lugar la voz al micrófono la presentan como una celebridad. “Damos la bienvenida a Noemí Cachonda”. El mote hace que uno imagine un andar sensual, pasos de baile eróticos o un breve vestido entallado que revele alguna parte de su cuerpo esculpido por el deporte. Sin embargo, solo usa un vestido negro arriba de la rodilla. El apodo es un recuerdo de sus inicios en la danza sonidera hace 16 años. El grupo al que pertenecía se llamaba “Los cachondos”.
Noemí va de la mano de su compañero de vida: Oscar. Comienzan a bailar. La gente los rodea. El muchacho la toma de la cintura y la hace dar una vuelta por su espalda. Luego la pasa por debajo del antebrazo. La hace dar dos, tres giros en su propio eje. Sus piernas se hacen nudo y se desamarran en un instante. Parece que en cualquier momento chocarán pero eso nunca sucede. Su coreografía nunca pierde lo estético. Ahí entre la danza sonidera, Noemí tiene otro espacio de libertad. “Yo creo que es el lugar donde menos fui discriminada: los bailes”, me cuenta.
También mamá
Noemí hace algunas dominadas mientras le toman unas fotos. La pelota y su pie son dos imanes que se atraen. Un chico de su equipo la bromea: que meta la panza, que pégale bien al balón, que vas a salir gorda. Ella ríe de forma tímida. Eso es parte de su coquetería. ¿Quién puede dudar de su feminidad?
Hace 15 años Noemí interrumpió su transición. Llevaba poco menos de un año con un tratamiento hormonal que le adelgazó la voz, le formó algo de cadera, le detuvo el crecimiento de vello en el cuerpo e hizo sus facciones más finas. Después se sometería a una operación para mostrar un par de pechos abultados. Pero los poco más de mil pesos mensuales que invertía en hormonas para cambiar su aspecto tuvieron otro destino, a partir de que se convirtió en figura materna.
“Soy mamá de dos niños. El mayor tiene 15 años y la menor 13 —me platica—. Él tiene una discapacidad. En mi vida pensé tener hijos y de repente vi las necesidades de mi niño”.
La inmadurez o las circunstancias obligaron a su hermana a huir de casa y dejar a sus críos. Así Noemí se convirtió en su mamá. El mayor desde que nació sufrió convulsiones. El médico no le daba esperanza de vida; si lo lograba tendría daño cerebral y motriz. Con medicamentos, terapias, paciencia, tocar puertas para solicitar ayuda para la rehabilitación, hoy el hijo de Noemí, aunque sufre algunos padecimientos a causa de las convulsiones, acaba de entrar a la preparatoria. Su hija está en primero de secundaria.
“Me ha costado trabajo como mamá. Pero así como he ganado espacios en el deporte los he logrado en la escuela. Soy vocal, tesorera, coreógrafa. Soy referente de la diversidad en Azcapo. Soy empresaria —tiene su propia tienda de abarrotes y así ha demostrado que las chicas trans pueden tener más oportunidades que el estilismo o el sexoservicio—. Busco ser feliz y hacer felices a mis niños y a Óscar, que es mi pareja. Eso quiero dejarle a mis hijos: que sí se puede”.
Romper el molde
La cabellera de Noemí brilla cuando la luz le da en el ángulo correcto. El pelo largo no solo es parte de su feminidad: es un símbolo de lucha. Su papá es un tipo rudo, de campo. Cuando Noemí era un chico de secundaria, él mismo le cortaba la melena, seguramente con rabia. Sus hijos debían lucir el cabello corto. Noemí rompió el molde.
El hombre trabajaba como estibador y tenía como regla que sus hijos varones al terminar la secundaria fueran a cargar con él. Noemí se hacía la enferma para no ir. Aún así lo acompañó una vez. Trató de echarse un costal al hombro, pero su esfuerzo fue inútil. Al señor no le gustaban los modos del menor de sus ocho hijos, que prefería quedarse en casa a ayudar a su mamá en las labores del hogar. Lo golpeaba. Entonces aparecía el hermano mayor para protegerlo.
“En la secundaria me di cuenta que me gustaban los niños —recuerda Noemí—. Eso no se cambia, no se quita. Por un momento lo piensas, pero después te das cuenta que no. Yo me decía: me gustan los hombres, cómo le hago, qué onda”.
Tras mucho tiempo de fricción, hoy Noemí y su papá son cercanos. Ella lo atiende cuando está enfermo. Toma el papel de protectora. Su papá también la cuida. La lleva en su auto cada vez que puede, está al pendiente de ella. Hace un par de años el hombre tomó su guitarra, le cantó las mañanitas y la abrazó, un gesto que ella no recuerda antes de esa fecha.
“Ahora soy quien ve por mi papá. Yo lo cuido, lo protejo”, me cuenta la chica con ternura. Tal vez el mayor triunfo de Noemí es que su padre, después de muchos años, ya comprende quién es ella. Se lo manifestó un día, muy a su modo:
“Yo no lo entendía —confesó el hombre—, pero es como el maíz cuando lo vamos cortando: sale pintito pero de todos modos sabe igual”.
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- Periodista, editor y productor de radio