“¿Quiere taxi? Súbale señor, ya se va”. Susana se acerca al hombre y empareja el paso. La mujer mira la placa del taxi que abordará. Se adelanta y le abre la puerta para que entre a la unidad. “¿Para dónde va?”. En cuanto escucha anota en su libreta el destino. Es por seguridad tanto del taxista como del pasajero. Casi 20 años dirigiendo el sitio de Tlatelolco sobre el Eje 2, el activismo a favor de las mujeres taxistas y un secuestro le enseñaron a tener control de los viajes.
Camina con calma hacia un pequeño módulo con paredes de hoja metálica. Se apoya en una pequeña mesa, donde también está una caja con frituras que vende a los que traen atrasada el hambre, y termina de anotar los datos en su libreta: el nombre de chofer y el número del vehículo.
“Ya no manejo —me dice un poco apenada—. Me siguen identificando como mujer taxista pero ya no los soy. Hace cinco años dejé de manejar. Las rodillas me duelen por el desgaste del cartílago. Sobre todo la izquierda. Tanto darle al clutch. ¡Súbale señorita, hay taxi!”.
Susana interrumpe la plática para atender a la pasajera. Su caminar no es apresurado y se balancea muy levemente, casi no se nota pero las rodillas también duelen al caminar. Regresa, abre la puerta de su módulo y se sienta. Se ve cansada, sus 59 años por momentos le pasan la factura. No ha parado desde que volvió de Francia, en 1999, para buscar mejores condiciones para ella, su familia y sus compañeras al volante.
Sus ojos se iluminan cuando habla de ello, tienen esa chispa que hace dos décadas hizo que movilizara a un grupo de mujeres para proponerle al gobierno del entonces Distrito Federal, un plan para que ellas pudieran trabajar tras el volante y sus hijos tuvieran condiciones adecuadas durante el tiempo que ellas laboraban. Habla con pasión de ese proyecto que jamás se realizó como ella propuso y que en realidad era muy simple: el taxi rosa, un transporte de mujeres para mujeres.
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A finales de los años 50 el papá de Susana manejaba uno de los taxis cocodrilos, esos autos pesados y largos pintado de verde y con una tira de triángulos blancos al rededor que semejaban unos dientes, de ahí su nombre. El auto marcó época. Es inevitable escuchar el Mambo del ruletero, de Pérez Prado, y no pensar en uno. O ser transportado a aquellos años —lo que uno conoce por las películas— cada vez que suena El cocodrilo, de Maldita Vecindad.
Entre su archivo de fotos Susana tiene una donde aparece ella de niña sentada en él cocodrilo de su papá. El auto le fascinaba. Quería manejar uno igual. El destino le cumplió la mitad del capricho y en circunstancias que ella no esperaba.
Luego de 15 años de matrimonio, Susana se separó del hombre que la hizo víctima de violencia intrafamiliar. No quería que su mamá le ayudara pues consideraba que tenía suficientes problemas como para que ella agregara uno más. Por eso hubo días que dormía en su auto con sus hijos. Bajaba los asientos, ponía cobijas y así improvisaba una cama.
Mientras esperaba la resolución del divorcio trató de conseguir trabajo porque debía mantener a tres niños. Pero la suerte no le favorecía: o no encontraba nada o si la contrataban se veía obligada a renunciar porque sufría acoso sexual. Un día en casa de su hermano, cansada de buscar empleo y sin dinero, observó el taxi que él daba a trabajar. Era lunes y regularmente el chofer faltaba porque un día antes se ponía tremendas borracheras. Susana miró el auto, tomó las llaves y se lo llevó. Pronto vio la mano de un joven que le hacía la parada. “Eres mi primer pasaje”, le dijo Susana para romper el hielo. “Le deseo muy buena suerte —contestó el muchacho y la plática fluyó— Yo siento que usted va a triunfar por el amor que le tiene a sus hijos”.
Cuando llegaron a su destino el joven la abrazó y le dio 50 pesos. Era el año de 1994 y con eso llenó el tanque de gasolina. Cuando terminó el día Susana vio que tenía dinero en la bolsa. Descubrió que ser taxista era un trabajo noble. “¡De aquí soy!”
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Luego de un año Susana encontró a otras mujeres taxistas. Si hoy no es tan común, en los noventa era una rareza. Por eso cuando se conocían entablaban amistad, se quedaban de ver para comer, se reunían. Muchas tenían una historia similar y sufrían del maltrato de sus compañeros de oficio. Los taxistas de los sitios en que trabajaban las acosaban o las corrían porque la gente, sobre todo las mujeres, preferían subir a un auto limpio conducido por otra mujer.
No obstante, parecía que todo le pintaba mejor, hasta que dos acontecimientos le removieron la vida. En un viaje en el taxi un tipo la asaltó. Sacó un cuchillo y lo clavó en una de sus piernas. No podía manejar así. El dueño del taxi le retiró el auto para dárselo a alguien más. Por mucho tiempo la sensibilidad de la pierna aumentó y el dolor fue una constante.
El otro fue la resolución del divorcio. Su ex marido, un abogado, la apabulló económicamente, “no me dejó ni con los trastes”, me confesó la taxista en alguna plática. Susana cayó en depresión. Dejó de comer, incluso de bañarse. No podía creer que el hombre que la golpeó y la humilló, además la dejara en la calle con hambre y tres hijos. Sentía que moría.
Un día su cuñada, una mujer de origen francés, le comentó que no podría ir en verano a ver a sus hijos a París, así que le pedía que fuera ella. En realidad la quería ayudar a superar la depresión. A principio de 1998, Susana dejó México y a sus hijos con el papá y emprendió el viaje a París, donde trabajaría cuidando a los niños de una amiga de su protectora. De inmediato tomó un curso para aprender francés pues, según le dijeron, si no hablaba el idioma la deportarían.
Un día se le hizo tarde para llegar a su casa. Por más que apresuró el paso no llegó a la hora en que pasaba el autobús, así que decidió irse en taxi. Esperó a que pasara uno pero eso nunca sucedió. Hace 20 años era complicado encontrar uno de noche en esa ciudad. Mientras aguardaba observó que en la acera de enfrente había algo parecido a una base de taxis. No es que los autos tuvieran un color o modelo específico. En París los taxis simplemente son coches con licencia para transportar pasajero y lo único que los identifica es un pequeño copete que dice taxi parisien.
Susana se acercó y preguntó como podía tomar uno. Le dijeron que ellos le daban el servicio y abordó un auto que conducía una mujer. Durante el camino platicaron de todo, pero la mexicana observó que el aspecto de la chofer era lindo, se veía bien arreglada, con las uñas bonitas. El interior del carro estaba limpio. Era agradable transportase en él. Fue inevitable hacer comparaciones con los vochos —como se le conoció al VW Sedán en México— que sirvieron como taxi durante muchos años. Los dueños y choferes casi no les daban mantenimiento y como estaban pintados de color verde parecían calabazas podridas. “¿Por qué no tenemos esto en México?”, pensó la mujer.
Cuando llegaron a su destino Susana pagó. La tarifa fue alta pero le había gustado la experiencia. Investigó y así se enteró que los taxis pertenecían a empresas que contaban con flotillas de autos prestando el servicio para pasajeros.
Un año después, los cambios políticos a consecuencia del establecimiento de la Eurozona complicaron la renovación de su visa. Así que Susana permaneció seis meses como ilegal. En ese tiempo hizo todo lo posible por quedarse en esa tierra que le había dado otra oportunidad, hasta pensó en casarse con algún francés para obtener la ciudadanía, pero no. “Dios tiene un destino para una. Y que me mandan con todo y tiliches de regreso”, me contó entre risas en una ocasión en que tomamos té en una pastelería cercana a la base de taxis.
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La distancia, París y su intención de quedarse a vivir en Francia hicieron sanar a Susana de la depresión. “Cuando regresé vi feo a México”. La cara de la mujer apoya su afirmación. Arruga un poco la frente y entrecierra los ojos. Pero no permanece mucho la mueca, tan solo lo que dura la frase. “Y entonces dije, ¿por qué mejor en vez de quejarme de que no me gusta, hago algo para que cambie, para que se vea bonito?” La idea de que en el Distrito Federal existieran taxis como los que vio en París hizo que mirara detalles que no había notado antes.
Mientras manejaba de nuevo un taxi notó que en el Eje 2, a la altura del metro Tlatelolco, recogía buen pasaje. Así que le propuso a una compañera hacer ahí una base de taxis para mujeres. También era muy conveniente para Susana porque vivía casi enfrente, en el edificio Lerdo de Tejada. Pusieron manos a la obra, imprimieron algunos volantes, los repartían entre las mujeres taxistas que encontraban y comenzaron a reunirse para solicitar a la entonces Secretaría de Transporte y Vialidad (Setravi), que dirigía Joel Ortega —el mismo que en 2008 coordinó el operativo que provocó la muerte de nueve jóvenes y tres policías en la discoteca News Divine—, el lugar para formar la base.
“Se trataba de compaginar el trabajo con la necesidad—me cuenta—. Ahora ya tengo nietos pero en esa época casi todas éramos mamás jóvenes. Decíamos, en dónde van a cuidar a nuestros hijos. Teníamos la necesidad de una guardería. El taxi es una cosa muy difícil a la que le tienes que dedicar mucho tiempo”.
El proyecto era grande. Planteaba créditos para que las mujeres taxistas adquirieran el auto que manejaban; apoyo para contar con un taller mecánico y de hojalatería atendido también por mujeres. De hecho Susana se dio a la tarea de buscar a hojalateras, vulcanizadoras y mecánicas. Como se sumaron mujeres de mayor edad dispuestas a cuidar a los hijos de las que manejaban un taxi, solicitaron que sus hogares funcionaran como guarderías. Incluso propusieron que otras mujeres pudieran adaptar algún espacio de sus casas como un comedor comunitario al cual el gobierno apoyaría con estufas y alacenas. Querían cobrar con tarjeta, tal como lo hacen hoy servicios como Uber; creían que había un deducible que podrían destinar a un fondo para ayudar a las compañeras que necesitaran tratamiento para combatir los cánceres de mama y cervicouterino. Por supuesto deseaban que el color que las identificara fuera el rosa. Con todo esto en mente el 8 de septiembre de 1999 creó junto a otras ocho compañeras la Asociación de Taxistas y Transportistas Femeninas Protegiéndonos entre Mujeres, PROEM.
“No puedo con todo el proyecto, es demasiado grande ¿Quién lo inventó?” Preguntó Alejandro Encinas, que era el Secretario de Economía del D.F. “El hambre”, le respondió Susana cuando le mostró su idea en papel.
“Señora, de antemano le digo que no es un proyecto, es un mundo dentro del proyecto”, le dijo el arquitecto Jorge Legorreta, entonces delegado en Cuauhtémoc, cuando le presentó el plan de los taxis rosas. “Usted está proponiendo trabajo a mecánicas, eléctricas, hojalateras, taxistas, comedor y lavandería”. Y sentenció: “De antemano le digo que es muy difícil que usted conserve este proyecto, sobre todo porque el Instituto de las Mujeres del Distrito Federal (INMUJERES) va comenzando”.
“Le vamos a dar los créditos para los Pointer”, le anunció Patricia Espinosa Torres, la primer titular de INMUJERES DF, un par de años después. “Solo que vamos a institucionalizar el proyecto”. Les entregaron autos blancos con una franja de cuadricula amarillo y negro, que rodeaba todo el taxi. Le dijeron que si los pintaban con el color que ella proponía, podían exponerlas y los delincuentes sabrían que ahí viajaba una mujer sola. Jamás pudo conseguir el color rosa
Susana de nuevo hace una mueca de desaprobación. Vuelve a enojarse al recordar aquel episodio. “Me dio coraje porque lo quisieron hacer igual que los colores del PRD, porque gobernaba en el DF. Y me puse al brinco. Era un proyecto apartidista, nosotras nos considerábamos apolíticas”. Paradójicamente a ella no le tocó auto porque durante el trámite descubrió que sus placas no eran auténticas.
Mientras esperaba la autorización para operar en Tlatelolco, las mujeres improvisaron una base en el lugar que pretendían con una manta. El sitio estaba mal pavimentado, en época de lluvias se inundaba, no tenían dinero para construir una caseta, así que sólo colocaban una lona para tener un poco de sombre en los días soleados. Fue hasta 2004 que, luego de cerrar el Eje 2 en varias ocasiones como una forma de presión, por fin obtuvo el permiso.
Logró reunir a más de 300 taxistas femeninas que exigían mejores condiciones de trabajo. Era la primera vez que mujeres del transporte publico se organizaban. De pronto su trabajo interesó a muchos. Incluso el teórico de las masculinidades Daniel Cazés, la invitó a cursar un diplomado en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH-UNAM), que dirigía. El ruido provocó que grupos ligados a partidos políticos la empezaran a boicotear y trataron de quitarle la base. Un día llegaron 30 hombres al sitio y les dijeron que no se quitarían de ahí. Así que las mujeres cerraron el Eje 2. Denunciaron que el jefe de sector de la policía les había dicho que esos taxistas le iban a dar cinco pesos diarios; si ellas se querían quedar debían igualar esa cuota. “Cinco pesos no es mucho”, le dijo un reportero a Susana. “Claro que sí es mucho —reviró la mujer indignada—. Es un kilo de tortillas para mis hijos”. Días después corrieron al jefe de sector, quien la amenazó de muerte.
Tras el incidente tuvo que aceptar a algunos taxista hombres para que les ayudaran a conservar la base. Luego, al ver que su proyecto le había sido arrebatado por el gobierno, decidió vincularse con el Partido del Trabajo. “Se aprovecharon de nuestra buena voluntad—confiesa—. La política creo que fue lo último en que debí meterme. Pero fue algo interesante también”.
Para entonces ya había llamado la atención de los medios. Los reporteros de la prensa nacional la empezaron a buscar. Los medios internacionales como la BBC, Inside y The Economist también la entrevistaron. Todos querían saber cómo se organizaban las mujeres taxistas en México. Hasta Cristina Pacheco llevó la cámara de Aquí nos tocó vivir para hablar con ella y Silvia Pinal le dedicó una emisión en su programa Mujer, casos de la vida real. Pero la atención no la hacía sentir tan cómoda. Ella solo quería trabajar.
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Después del programa de Silvia Pinal muchas de las mujeres taxistas pensaron que le habían pagado por la historia. Entonces buscaron a los medios para denunciar que Susana las había defraudando con el dinero para el crédito de los autos. “Cuando sacan eso mis compañeras abren la ambición a la delincuencia y dicen: esta tiene dinero. Yo no sabia que ya era muy conocida hasta que me secuestraron”.
Durante la conmemoración de 2 de octubre, se cierra toda la periferia de Tlatelolco. La circulación es complicada y muchos tratan de salir lo antes posible de la zona. Una pareja abordó el VW Sedan que manejaba Susana y le pidieron que los llevara al Sanborns de Insurgentes. “A mí me va a llevar y a traer”, le pidió el muchacho. A Susana le convenía
Cuando regresó a Tlatelolco, el sujeto le pidió que lo dejara en una calle a unos metros de la base, que hasta entonces ella no había visto. Cuando dio vuelta descubrió que era un callejón sin salida. El hombre le cubrió el rostro con una chamarra deportiva, la amarró y la aventó al hueco que los taxis traían al quitar el asiento del copiloto. “Te vas a quedar aquí, pero si te mueves o te paras te damos en la torre”. La chica que habían dejado en Insurgente de algún modo regresó y los esperaba en el callejón. Subió al auto.
—¿Es ella?
—Sí —conversaban los agresores.
—¡¿Dónde está la lana?! —Susana no sabía de qué le hablaban.
—Yo no tengo —contestaba.
—¡¿Dónde está la lana, hija de la chingada?! Vamos a ir a tu departamento.
Le quitaron la llave. Uno de ellos salió del auto con otro cómplice. El taxi arranco y comenzó a pasear a Susana por calles que ella no veía. Solo sentía que el auto subía y bajaba.
“Oye, a doña Susana se le descompuso el coche”, dijeron los maleantes a la chica que trabajaba en la base. Mostraron sus llaves, así que no dudó de su palabra. “Nos mandó por unas cosas. ¿Tú sabes dónde está su departamento?”. La muchacha los llevó. En el auto Susana escuchaba que les daban indicaciones por celular.
“Se llevaron todo”, me cuenta como si recordara un mal sueño. “Papeles, la computadora, las fotos. Si es un ratero cualquiera para qué les servían los papeles? Se llevaron la oficina. Yo pensaba en mis hijos, si llegaban los iban a matar”. Era como la una de tarde; sus hijos salían de la escuela a las cuatro. Después de eso no pudo pelear su proyecto: la documentación fue sustraída. Por un tiempo Susana dejó de manejar el taxi, tenía mucho miedo. Se mudó, jamás ha vuelto a vivir cerca de la base y a nadie le dice donde está su casa.
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“Amo entrañablemente a mis hijos pero todo esto que te estoy platicando, fue injusto para ellos —me cuenta Susana reflexiva—. Los tienes que dejar, que se calienten solos la comida, que se cuiden entre ellos, que vayan en un transporte, que vayan y vengan de la escuela solos. Esa es la parte que no se sabe de la vida de alguien que lucha, es la parte que queda a un lado: tu familia”.
Tan involucrada estuvo en la lucha por la mujeres taxista que Susana convirtió su departamento de dos recámaras en la oficina de PROEM. Prácticamente todo el espacio era zona de trabajo, a excepción del cuarto de sus hijos.
“Se comió mi vida PROEM. Ya no era mi casa, ya era oficina, ya era el comedor de juntas. Estábamos así y mis hijos tenían que comer en la cocina. Sí fue injusto para ellos, viéndolo como niños”. El tono reflexivo desaparece y vuelve esa voz firme, la de la mujer que salió del infierno de la violencia familiar y se reconstruyó. Habla confiada, convencida que todo lo que hizo tenía una razón más allá de su familia y de ella misma. “Ahora les digo a mis hijos: Era una lucha. Ningún luchador se pone a ver si está comiendo tortas él. Solo lucha. Y yo era eso”.
En 2009 Graciela Coronel Barrios, hija de la líder de comerciantes ambulantes Alejandra Barrios, ligada siempre al PRI, presentó una propuesta al gobierno de Marcelo Ebrard para que la Organización de Comercio Alternativo para una Vida Digna tuviera la concesión de 100 taxis rosas. Fieles a su costumbre presionaron con plantones y un año después salió anunciado en la Gaceta Oficial del DF que se otorgaban los permisos a esa asociación. Sin embargo, el arranque se retrasó dos años debido a que la mayoría de las mujeres que pretendían manejar uno de estos taxis reprobó los exámenes. Para 2013 solo circulaban 60 autos, el resto de las unidades estaban paradas en las calle de Vizcainas, en el Centro Histórico, a la vista de todos los que caminábamos por ahí.
“Pasaba con un camioncito de publicidad y decía que apoyaran el taxi del Ángel”. Susana tuerce la boca, mueve la cabeza en negativa. Está decepcionada. “Yo nada más pasaba y me reía. Lo diluyeron, cambiaron completamente la esencia, la idea. A la fecha en México no han salido los taxis rosas. ¡Los traen hombres! Cuando pasan al lado mío con su bigotote les digo estás bien buenota”. La risa de la mujer es franca y abierta, como ella. “Es bonito saber que generaste algo bueno. Ya quedaron cosas instituidas, como las guarderías, los comedores, los minicréditos, varias cosas que salieron de PROEM. Cuando veo a las muchachas, que nos desgastó mucho esto, la mayoría se sintió utilizada, porque salimos en el periódico, en la tele. Las que eran choferes siguen igual. Hoy no hay un apoyo real para las taxistas, para la mujer”.
Susana da un trago al té con frutas. Reflexiona: “Tengo un amigo francés que me dijo: En mi país, si tú hubieras traído ese proyecto, olvídate, te becan, te dan una mensualidad, de menos”, de nuevo bebe. Son pequeños traguitos de asimilación. En 20 años aprendió una lección: no volver a confiar en el gobierno.
“Ahorita la Secretaría de Movilidad dice que tienes que hacer una empresa porque las asociaciones civiles ya no van a entrar en el taxi. Cuesta mucho trabajo hacer una, pero gracias a Dios mi hijo es abogado y me presentó a su jefe, que es el Corredor Público 22 Alejandro Ruiz Robles y el supo como estaba la situación. Me preguntó por qué no lo hice antes. En el aspecto del taxi no admitían que la mujer fuera una empresa. Había machismo, no lo dicen ni lo aceptan pero nos relegaron muchas cosas. Déjame decirte que nunca logré nada del gobierno. Ni placas, ni carro ni nada”.
Ella y su hijo constituyeron la empresa. Aún no la echan a andar pero ya les dio un benefició. Él padece Charcot Marie Tooth, una enfermedad degenerativa que afecta el sistema motor. Hace unos meses sufrió un accidente relacionado con su padecimiento, tuvo que dejar de trabajar y quedó sin seguridad social. Pero gracias a la empresa pudieron realizar el trámite de alta en el Seguro Social y el muchacho fue operado. Aún le falta otro procedimiento quirúrgico, pero ya no tienen que preocuparse por el desgaste económico que eso implica.
“Saber que a mi hijo lo operaron por medio de la empresa no tiene precio”. Susana no puede contenerse, la voz se le quiebra. Las lágrimas sirven de desahogo. “¿Sabes qué me dijo en el hospital? Gracias mamá porque me das ahora la salud. Yo no quería tu trabajo, lo odiaba, pero ahora me está dando la salud. Ver caminar a mi hijo no tiene precio, no tengo palabras”.
***
Es jueves. Susana está como todas las tardes en la base de taxis. Ya no maneja pero eso no le impide seguir coordinado el lugar por el que tanto peleó. Recuerdo alguna vez una amiga le preguntó por qué luchaba y hacía tanto por otras mujeres si ella misma no tenía nada. Pero Susana no está con las manos vacías, dos décadas buscando mejores condiciones para ella y las mujeres taxistas le han mostrado que se tiene a si misma.
“Creo que la vida es tan efímera”. Me dice mientras observa a un grupo de gente que cruza el Eje 2 en busca de un transporte. “Algún día yo tengo que irme pero ya dejé algo de huella en el mundo. Tenía 30 años cuando empecé. No me saques cuentas que ya tengo muchos. Un día una señora me dijo que lo que hacemos en la vida bien, Dios nos lo regresa”. La mujer, siempre con su libreta en la mano, con su caminar lento pero firme, se acerca a la gente que ya pisa la acera. “¿Quiere taxi? Ya se va. Súbale”.
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