Son las 13:56. Afuera del jardín de niños F. E., en la colonia Moctezuma, madres y padres esperan a sus hijos en una larga fila. En cuatro minutos sonará la chicharra que indica la hora de la salida de la escuela. Así es todos los días, pero hoy se respira un ambiente denso. Los padres miran hacia todos lados, los ojos se fijan en el sujeto que va pasando. Tratan de reconocerlo. Es un vecino del barrio. Bajan la guardia pero de inmediato la vuelven a subir cuando se acerca otra persona.
No lo comentan, pero todos quieren ya tener a sus niños y niñas en los brazos. El feminicidio de la pequeña Fátima, de 7 años de edad, hallada en bolsas de basura en Tláhuac, al sureste de Ciudad de México, los tiene tensos. Por primera vez sienten que la violencia puede tocar a sus hijos así de fuerte.
La madre de Fátima acudió a recogerla a la escuela 20 minutos tarde. Para entonces la niña ya estaba con la mujer que la secuestró.
Veinte minutos, los mismos que a veces tarda la mamá de David, un alumno del kínder F. E., en llegar por él. Su labor en la tienda donde trabaja no la deja pasar en punto de las dos de la tarde por su hijo. Para su fortuna, las maestras de ese jardín de niños no dejan salir a ningún alumno si no está acompañado de alguna de las tres personas autorizadas para recogerlo. Están plenamente identificadas: sus rostros fotografiados se encuentran en la parte de atrás de la credencial de los pequeños estudiantes.
LEE: “¿Dónde estás manito mío?” El día después del 2 de octubre
Mientras los padres esperan que suene la chicharra, un hombre saca su teléfono celular. Comienza a revisar las fotos de su hijo en Instagram. Desde hace tres años sube una cada semana para que sus amigos y familia que no visita tan seguido puedan ver cómo crece. Ahora sigue la recomendación de la Policía de Ciberdelincuencia Preventiva: empieza a eliminarlas.
“Me di cuenta apenas que una simple foto da información a secuestradores y pedófilos —me platica—. Leí que por el uniforme saben de qué escuela se trata y el paradero del niño. Yo siempre desenfoco la cara de mi hijo. Pero de todos modos. Aunque las fotos en Internet siempre quedan ahí”.
Curioso. El hombre borra imágenes, pero una mujer más atrás en la fila toma una foto diaria a Yésica, la mamá de Reny, otra alumna del jardín de niños. Doña Alina deja y recoge del plantel a su nieta porque su hija trabaja de nueve de la mañana a cinco de la tarde.
“Le tomo una foto diario a mi hija. Pero no me gusta hacerlo —escucho extrañado—. Es que si algo le llega a pasar puedo decir cómo iba vestida”.
LEE: ¿Quiénes generan la violencia hacia la mujer?
La chicharra suena. A cada adulto le entregan a su menor en la puerta del salón. Hay abrazos para los pequeños. Duran segundos más que de costumbre. También los besos en las mejillas. Toman las manos de sus hijos y ya no los sueltan. Déjame correr, dice una niña llamada Fátima. Sí, pero no me sueltes la mano, replica su madre, que en la fila platicó con otra sobre la niña asesinada. Yo sola, mamá, reclama la menor.
La pequeña corre, jala su extremidad y logra zafarse. La madre mira cómo su hija de cuatro años se aleja. Entonces su voz suave adquiere firmeza y expulsa un grito acompañado de un hilo de zozobra.
¡Fátima, quédate conmigo! ¡No me sueltes!
- Noemí, la crack del futbol LGBT en Azcapotzalco - 28/06/2022
- El sabor de la fe. Las cocineras de la Pasión de Iztapalapa - 16/06/2022
- Jefe Vulcano, el bombero que no conoció el miedo - 24/05/2022
- Periodista, editor y productor de radio