- Más de 44 mil personas viven en la zona rural de la CDMX. Para ellos vivir en lugares donde se respira aire fresco tiene un costo: la movilidad.
Inhalar, exhalar. Paso a paso y con pesadez una mujer sube por una calle, luego de dos horas y media sentada en el transporte público: metro, microbús y camión son su cotidianidad. Inhalar, exhalar. “Al menos aquí respiramos aire fresco”, le ha dicho su madre sobre la ventaja de vivir en las alturas.
Es casi medianoche y esa habitante de la montaña sur de la CDMX está por llegar a su casa desde donde observa el brillo de la urbe. Hace tres horas salía de un compromiso en el Centro Histórico para alcanzar transporte. Esa previsión es lo común para miles de ciudadanos que van y vienen de la zona urbana al campo de la ciudad.
Ella vive en San Pablo Oztotepec, Milpa Alta, delegación que junto a Tlalpan, Magdalena Contreras, Álvaro Obregón, Xochimilco, Tlahuac y Cuajimalpa concentran la zona rural y boscosa de la Ciudad de México. Esta es el 59 por ciento de todo el territorio, de acuerdo a la Secretaría de Desarrollo Rural y Equidad para las Comunidades (SEDEREC), en donde vive el 0.5 por ciento de la población de la ciudad, poco más de cuarenta y cuatro mil quinientas personas según el INEGI.
Aunque algunos chilangos solo recuerdan estos bosques en fin de semana, cuando quieren “salir de la ciudad y descansar”, para ella su camino diario de regreso a casa suele comenzar en el paradero del metro Taxqueña, de donde parten los microbuses hacia el oriente y el sur de la ciudad: Xochimilco, Tulyehualco, el Ajusco, Chalco, Tláhuac y Milpa Alta.
Para un profesionista o estudiante vivir en la montaña milpaltense limita su movilidad al uso del automóvil o a la apropiación de un asiento para dormir en el transporte colectivo. La joven, que se moviliza por trabajo y ocio, ha optado por la segunda opción. Prefiere resignarse a la forma irracional como manejan los transportistas rumbo a Xochimilco, al estrés que le produciría conducir en el tráfico sureño, donde podría estancarse mínimo dos horas frente al volante.
Sí, ella prefiere contemplar. Por eso ha observado que el regreso al sur profundo, aun por las noches, comienza todo verde gracias a las decenas de jacarandas sobre canal de Miramontes. Actualmente también es doloroso por los damnificados que, con carpas sobre la avenida, cuidan los edificios inhabitables desde el terremoto del 19 de septiembre, cuando la impasible Coapa se convirtió en zona de desastre.
La vida al otro lado de Periférico
El microbús avanza hasta la Glorieta de Vaqueritos, donde por las tardes los graznidos de las aves escondidas entre sus árboles suelen competir con el sonido de los autos. Desde los puentes peatonales se ven los ahuejotes, árboles endémicos de Xochimilco, distribuidos sobre Periférico Sur y entre las calles de la zona. Si algo tiene el sur es que su verdor no muere.
Al cruzar la glorieta y continuar sobre Prolongación División del Norte, la mujer recuerda que en su infancia, a finales de los ocheta, observaba por la noche cómo el humo emanado de los fogones se dispersaba a lo largo de esa avenida; quienes tenían sus milpas muy cerca de los canales de Xochimilco cada noche vendían elotes, chileatole, esquites preparados y tamales. A principios de los noventa la venta y las milpas fueron sustituidas por construcciones que convirtieron el viejo paisaje rural en algo parecido al urbano.
A esa altura del recorrido y en medio de un denso tráfico, por ser la principal vía automovilística al centro de Xochimilco, la joven escucha a una chica que suelta un comentario lapidario: “No es justo. Si viniera del Estado de México entendería las dos horas de camino, pero Coyoacán y Xochimilco están súper cerca y a veces hago lo mismo”. La distancia entre el centro de estas dos demarcaciones es de 16 kilómetros, es decir, media hora en auto o cuarenta y cinco minutos en microbús sin tráfico.
Xochimilco se caracteriza por su tradición y por ser un lugar de paso para quienes van a la montaña. Por eso de noche sus habitantes sacan los carritos de papas fritas, de hot dogs, de elotes, de tamales y de pan, cuyos focos de poca intensidad iluminan la oscuridad de las calles.
De entre ellos, el aroma emanado de las taquerías de banqueta se impone al antojo de los hambrientos. Suele pasarle a ella que, como una “parada técnica”, se descubre contemplando la grasa burbujeante de la que sacan el trozo de suadero para hacerlo trocitos en segundos. No piensa nada, solo observa: no es la única mujer en el puesto, otra tiene cinco tacos en su plato y su niño, de quizá dos años, ya entrena su estómago como futuro comensal callejero. La contemplación se rompe cuando el taquero hace la pregunta obligada, cuya respuesta determina el carácter de quien suele comer a ras de banqueta: “¿Con todo?”. Ella contesta con un dejo de orgullo: “sí”.
Aunque llega a la fila veinte minutos antes, la joven y unas cincuenta personas esperan frente a un embarcadero al camión que saldrá hasta las once para cobrar tres pesos más de los siete habituales. Pasada esa hora, los xochimilcas ya descansan en sus casas, pero la vida en las calles continua gracias a los últimos camiones que se dirigen a los pueblos del sur profundo, el sur olvidado de la ciudad.
Subir por la montaña
Una carretera de ida y vuelta es el camino. Conforme suben, el abundante follaje del bosque acompaña a los usuarios que retacan el autobús. Adentro, cerca de sesenta personas soportan el volumen de la música grupera o reggaetonera del operador. Afuera, entre la oscuridad boscosa brillan las luces de algunas casas, como si fueran luciérnagas apareciendo entre el ramaje. Sin las luces internas del camión, las pupilas de los pasajeros se expanden para ver, a veces solo alumbrados por la luz de la luna, el contorno de los cerros más cercanos.
Pero no todos observan el paisaje. No lo hacen las niñas que se acuestan una sobre otra en los asientos para dormir, ni el chico que lee de corrido su libro, sin importar las curvas ni el zangoloteo por los baches. El panorama tampoco lo ven quienes abrazan su mochila dispuestos a dormir en el último tramo de su viaje. Para la joven, cuando no duerme, le es inevitable contemplar.
La aproximación a los pueblos se delata porque se rompe la tranquilidad al interior del camión: “¡Con permiso, voy a bajar!”, “¿Le toca, por favor?”, “¡Bajaaaaan!”. San Lorenzo Atemoaya, Santa Cecilia Tepetlapa, Las Malvinas, San Salvador Cuauhtenco son los poblados que se recorren en transporte para, luego de una hora, llegar a San Pablo Oztotepec.
Tras una caminata de diez minutos en ascenso, desde el sitio donde la deja el camión, la joven llega a su casa entre el aire frío y la soledad de la media noche. Ahí la espera su perra que juguetea en el enorme jardín y la tranquilidad que le da el absoluto silencio. En la cocina está su madre con un atole caliente. Ya en su recámara vuelve a ver toda la ciudad, a lo lejos, como si le fuera ajena, pero a diario está allí. Incluso ahora en la montaña, está en ella.
- Viaje al sur profundo de la Ciudad de México - 31/08/2018