La cuarentena por la pandemia de coronavirus me obliga a tener un ritual: lavarme las manos antes de salir de casa y tener lista la tarjeta del metro para la recarga. Aunque no es todos los días, debo ir a mi centro de trabajo porque algunas actividades no puedo hacerlas desde casa y aplicar el llamado home office.
Entro a la estación Moctezuma, recargo mi tarjeta, recibo el cambio y paso por el torniquete que impulso solo por mi cadera para no tocarlo. Comienzo a verter un poco de gel antibacterial en mis manos. Ingreso al vagón. Solo somos tres usuarias. Conforme pasamos las estaciones se ocupan pocos lugares. Eso nos permiten tener la sana distancia.
Los pasillos del transbordo de la estación Balderas albergan a pocas personas. Las escaleras eléctricas, que apenas unas semanas antes estaban plagadas de publicidad de empresas privadas, ahora solo tienen anuncios del gobierno que invitan a la gente a quedarse en casa y lavarse las manos.
Mi recorrido hacia el área exclusiva de mujeres es más rápido. No choco de frente con la gente que sale del tren y se mueve hacia las salidas, ni con las personas que están formadas para ingresar a los vagones. Me sorprende ver por primera vez el anden de esa estación de la Línea 3, en hora pico, semivacío.
Según datos de la Secretaría de Movilidad de la CDMX (SEMOVI), entre el 4 y el 25 de marzo se registró una baja general de personas usuarias del sistema de transporte de la ciudad. En el caso del Metro, la afluencia disminuyó casi 45 por ciento. Es decir, de los aproximadamente 6.3 millones de personas que se transportan en él a diario, en ese periodo de tiempo se registraron más o menos 3.51 millones de viajes al día. Para el 31 de marzo, el Sistema de Transporte Colectivo (STC) reportó que había cerrado esa fecha con una afluencia de pasajeros del 30 por ciento.
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Subo al vagón tratando de no tocar nada. Selecciono un lugar donde los tres asientos vayan libres. Estaciones más adelante suben dos vendedores ambulantes. Primero una mujer sorda de unos 35 años que reparte una bolsa con dos cubrebocas. Leo en el papelito insertado en cada paquete el costo: 10 pesos. No dejo de pensar en todas la manos que han tocado ese envoltorio, en que alguien tosió y se cubrió la boca con la palma, lo contaminó y luego regresó a la vendedora la bolsita.
Sospecho que no soy la única con esos pensamientos. Miro alrededor y observo que nadie toca los paquetes que descansan en nuestras piernas. Nadie emite un sonido. La paranoia de no mantener contacto nos arrastra a todas. El silencio se interrumpe con un señor ofreciendo gel antibacterial y bolsas canguro para el celular, las llaves, el dinero. Cuando levanto la mirada veo que en su regazo trae a una niña de unos cinco años. Seguramente es su hija. La pequeña tiene una discapacidad motriz. Sus pies y brazos inertes se apoyan una especie de portabebés.
Varias personas muestran interés y solicitan su presencia. Antes de bajar, el hombre agradece la atención y la compra. Y advierte: “¿Ya nadie quiere gel? Porque mañana es sábado y no trabajo”. Se rompe la tensión. Muchas sonreímos. Nos olvidamos de la chica de los cubrebocas y el contacto de mano, paquete, mano.
Los vagoneros han dejado de lado los productos “de moda, de novedad”, para ofrecer algo que la gente ahora considera vital para sentirse segura.
Llego a mi destino. Salgo rápido del tren, subo las escaleras manteniendo la sana distancia y sin tocar el pasamanos. Empujo el torniquete con la cadera. Noto que estoy agarrando estilo.
Afuera de la estación viene otro reto: caminar hacia mi trabajo. Regularmente esto no implica mucho esfuerzo, son solo unos metros, pero en este momento requiere de más atención. La calle ahora es transitada por pocas personas, en su mayoría hombres y trabajadores que laboran en la construcción de una torre.
Pongo mis sentidos al cien para saber quién está a mi alrededor. No es gratuita mi actitud. Los resultado del mes de diciembre de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), del Instituto de Estadística y Geografía (INEGI), revelaron que el 19.4 por ciento de la población mayor de 18 años ha sido víctima de violencia sexual o acoso en lugares públicos.
Mientras camino observo varias cocinas económicas con las cortinas abajo por la cuarentena. Solo veo a los habitantes del pueblo de Xoco, donde se ubica mi trabajo, salir a las tiendas a surtirse de lo básico. Pocos son los carros que transitan por esas pequeñas calles que en otros tiempos se veían saturadas.
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De regreso a casa realizó el mismo recorrido. Esta vez hay más personas en el metro. Si bien no se trata de la misma afluencia de hace unas semanas, la cantidad de gente que viajamos en cada vagón no permite que tengamos entre nosotros la tan requerida sana distancia. Me doy cuenta que mi ansiedad incrementa cuando ingresan dos mujeres con varios bultos. Se sientan a mi lado. La bolsa de mano de una de ellas roza mi brazo. Pongo cara de circunstancia ¿Cómo debo reaccionar?
Mis manos entrelazadas comienzan a sudar y mis dedos pulgares inician un movimiento en círculos. Después de dos estaciones noto que no puedo parar con este tic. Más adelante las mujeres bajan. Yo no puedo dejar de mover los dedos. En la estación Hospital General respiro más tranquila mientras una vendedora ofrece guantes de latex —dos pares por 10 pesos—, gel antibacterial y cubrebocas de 10 y de a 15. Me siento mal por el estrés que me ha causado la pandemia y pienso en mi exageración. Cruzo brazos y piernas y quedo como una tortuga resguardada en su caparazón.
En la Línea 1, con actitud más positiva subo al vagón. Respiro profundo antes de sentarme. El tren avanza rápido. Algo raro sucede estaciones más adelante. En la estación Merced el carro en que me transporto se llena. Varias mujeres viajan con cubrebocas, la mayoría lo trae en la garganta, otras lo tocan con las manos para acomodarlo o se lo quitan cada vez que envian mensajes de voz en sus celulares.
Pongo atención también a mis movimientos. Pocas veces estoy pendiente de ello. No puedo evitar rascarme la nariz, por ejemplo, porque justo en ese momento me pica. O carraspear porque la garganta se resecó. No soy la única: alguien en el vagón trata casi de ahogar ese sonido. Igual que mi perro cuando tiene una herida que no debe rascar, yo necesito usar un cuello isabelino. Pienso que sería una buena oportunidad de negocio y ponerlos de moda entre los humanos, como los cubrebocas.
La pandemia nos lleva a cambiar hábitos en el transporte público. ¿Hasta qué punto el contacto involuntario cuerpo a cuerpo en este espacio nos puede desconcertar? ¿Sufriremos algún cambio cuando regresemos todos a la calle y asistamos a las reuniones, abracemos a nuestros amigos y saludemos de beso a nuestros conocidos? ¿Cuál será el resultado de la cuarentena en nuestras interacción con otros seres humanos?
Tal vez esta pandemia es necesaria para que el mundo tenga un respiro. Pero el costo para nuestra forma de convivir es elevado.
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