¡Se va un libro, pasta dura, librototote!, dice Oscar con voz potente sobre una pequeña barda que le sirve de estrado. El hombre muestra el bíceps que se abulta cuando flexiona el codo. ¡Iren!, grita, ¡de puro cargar libros! Su audiencia, un centenar de personas, ríen porque la extremidad no es tan musculosa como el presume y su mala pronunciación intencional recoge el habla popular de muchos habitantes del país.
Es sábado. Son las 2:30 de la tarde. Estamos en la Plaza de la Santa Veracruz, a un costado de la Alameda Central, sobre la avenida Hidalgo, en la Ciudad de México. Aquí más de cien personas, convocadas por El Rincón de la Cháchara, una comunidad creada por Germán Camacho y Abraham Saldivar en Facebook en junio de 2017, llevan a cabo la entrega de libros que subastaron en ese espacio virtual. No todos se retiran al recoger su texto. Muchos se quedan porque es posible que encuentren alguna joya literaria y pujen por ella desde un peso en la subasta en vivo.
Abraham coordina a Oscar y otros tres compañeros que la hacen de martilleros —como se llama a la persona que dirige una subasta—. Con la vocación de merolico que tiene todo chilango, dan las bondades de cada ejemplar que tienen en las manos. Media hora antes unas 80 personas han dejado formados 80 libros que ya no necesitan, para que sean parte de esta subasta callejera y recuperar un poco del dinero que les costó.
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¡La Ciudad de México en el Fin del Segundo Milenio!, lee Oscar el título del libro que sostiene, tan grueso y alto como esas cajas donde las abuelas guardaban sus reliquias. No bien acaba de hablar cuando una chica entre la gente lo interrumpe: ¡Cinco! Comienzan a levantarse manos y voces y Oscar los secunda. ¡Vamos en cinco! ¡Doce! ¡Doce por allá! ¡Treinta! ¡Treinta y cinco! ¡¿Cuánto allá?! ¡Cincuenta, cincuenta! ¡Cincuenta, el amigo! ¡Para que lean la bella Ciudad de México vista en el año 2000, hace 19 años! ¡¿Cuánto allá?! ¡Cuarenta! ¡Vamos en cincuenta, papá, cómo cuarenta!
Las risas invaden el espacio. Antes de la llegada de estos subastadores pocos se atrevían a visitar la plaza. Pese a que está rodeada de tres recintos con valor cultural —el Museo Franz Mayer, el Museo Nacional de la Estampa y la Iglesia de la Santa Veracruz— el tufo a orines, sudor rancio y heces de teporochos y demás personas en situación de calle que ahí veían pasar la vida, era un golpe bajo a la nariz.
Por ser un punto muy céntrico, buena parte de las entregas de las subastas virtuales de libros que hay en los diferentes grupos de Facebook se daban en el interior del metro Bellas Artes. Sin embargo, el espacio era insuficiente. “Parecía manifestación”, me cuenta Germán Camacho, que un día vio que en la Plaza de la Santa Veracruz podían llevar a cabo sus entregas. Germán y Abraham se acercaron a la entonces delegación Cuauhtémoc, les plantearon su idea y un par de meses después su grupo ya estaba entregando libros.
“Tengo entendido que había como siete familias en situación de calle viviendo aquí. Había bolsas de basura regadas por todos lados —dice Germán que es historiador de profesión—. Al principio la gente reaccionaba con miedo, temía venir porque decían que robaban mucho. Pero en cuanto llegó más gente, como que la cosa se puso más tranquila. Llegó un punto en que convivíamos con las personas en situación de calle sin problema. Nosotros hacemos convivencias. Por ejemplo, el 6 de enero traemos rosca de reyes y chocolate. A ellos les compartíamos. No los excluimos. Ellos tampoco se pusieron locos. En cuanto veían mucha gente se alejaban. Y eso provoco que poco a poco, como puedes ver, en la plaza ya no haya ninguno”.
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¡Cincuenta a la una!, grita Oscar que no escucha más pujas. Una tímida voz de mujer se alza ¡Sesenta! ¡Sesenta de la amiga! ¡Sesenta a la una, sesenta a las dos…! ¡Sesenta y uno!, dice un hombre de gorra con voz firme. La chica lo mira con sorpresa. El libro casi era suyo y este sujeto se interpuso con un peso más. No permite que el martillero, como referee en pelea, de el conteo. Deja atrás la timidez y su delgado timbre adquiere una potencia que pocos creerían que arrojaría de su pequeña caja torácica. ¡Sesenta y dos!
“A mi me robaron un libro hace unos años —cuenta Carlos, que asiste a la ‘plaza de la cháchara’, como ha bautizado esta comunidad a la Plaza de la Santa Veracruz, para entregar un título que subastó en Facebook en 20 pesos—. Y me dio mucho coraje porque es un libro que ya no se edita. Se llama La Capital, de Jonathan Kandell. Lo había conseguido en una librería de viejo. Pero qué crees, que una vez vine a entregar y en la subasta en vivo que lo veo. La neta me aferré hasta que me lo llevé. Pagué 80 pesos”.
¡Seis dos a la una…! Oscar está a punto de cerrar la subasta a favor de la chica tímida ¡Seis dos a las dos…! El hombre de gorra lanza su puja: ¡Sesenta y tres! ¡Sesenta y cinco! La chica no se deja. El hombre tampoco: ¡Setenta! Oscar azuza a los pujadores ¡Setenta, yo tengo más dinero, dice! ¡Setenta a la una…! ¡Setenta y cinco! Suelta la chica con un tono entre apresurado y angustiado ¡Setenta y cinco a la una, setenta y cinco a las dos…! Un tercero aparece: ¡Setenta y siete!
Un espacio que reúne a más de cien personas atrae también a estafadores —que hacen pasar libros pirata por auténticos o que piden depósitos a sus cuentas bancarias antes de la entrega— y, sobre todo, vendedores ambulantes, lo cual pone en riesgo la permanencia en el lugar. Germán, Abraham y las casi 20 personas que organizan la Cháchara tienen el resguardo ciudadano de la Plaza de la Santa Veracruz.
“Los ambulantes querían venir y apropiarse del espacio —me platica Germán—. Sin decir hola llegaron y plantaron sus puestos. Y eso ponía en riesgo el trato que se tiene con la Alcaldía que es de rescate y no de tianguis. El resguardo ciudadano consiste en hacer proyectos culturales para proteger el sitio, que no haya delincuencia, reportar si está sucia o si los inmuebles tienen afectaciones. Pero las cosas se acomodaron de manera extraña. Hace poco se cayó una bodega del Museo Nacional de la Estampa, que dañó la iglesia. Entonces tuvieron que cercar esto y hay gente de vía pública resguardando justamente para que no haya problemas con las personas. Y ellos llegan y recogen a los ambulantes”.
¡Siete y siete a la una, siete siete a las dos…! Oscar voltea a ver a la chica tímida antes de cerrar el conteo. ¡¿Nada?! Ella mira su monedero. Trae lo justo para su pasaje. Hace un gesto de desilusión. Oscar da la última frase ¡Siete siete a las tres! El libro va al ganador. El dueño original se acerca. Recibe el dinero de manos del nuevo propietario. ¡Chido, que disfrutes el libro! Seguro, carnal.
Es tal el éxito del proyecto que de tanta gente que asiste, el espacio ya les queda chico. “Tenemos mucha magia, entonces nos hemos adaptado en otros lugares —dice Germán—. Nos adaptamos a las lluvias. Durante el sismo nos fuimos a Regina a entregar. Otra vez estuvimos en el Teatro blanquita. Pero le tenemos muchos aprecio a la plaza. Yo me siento muy cómodo aquí”.
Además el grupo ha formado cuatro bibliotecas con libros donados, los cuales marcan con un sello para que no sean vendidos. “Mandamos una a Iztapalapa, a una casa de adultos mayores; dos al Estado de México, una está en una casa de cultura; y una a Santa María la Ribera en una primaria. Estamos tratando de generar más lectores”, cuenta Germán satisfecho.
La voz de Oscar vuelve a opacar los cuchicheos de las transacciones. ¡Vamos con otro bonito libro! ¡Cantos dorados, bonitos, preciosos, chula edición! ¡La Cabaña del Tío Tom, señores! ¡¿Y saben en cuánto empezamos?! ¡En cero pesos! ¡¿Quién dice uno?!
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- Periodista, editor y productor de radio