- A dos horas de la Ciudad de México, se ubica este pueblo famoso por ser el máximo productor de trofeos y medallas a nivel nacional y segundo a nivel mundial.
El sonido de mis pasos sobre el asfalto marca el ritmo en el ambiente; todo es pacífico, el astro rey todavía no tiene presencia en el horizonte. La calle principal de Santiago Cuautlalpan está en silencio total. Es un pueblo a no más de dos horas de la Ciudad de México, famoso por ser el máximo productor de trofeos y medallas a nivel nacional, y segundo a nivel mundial, tranquilo para apreciar la belleza de la naturaleza.
Mis rodillas flexionan mientras esquivo algunos hoyos en la pequeña banqueta. Continúo caminando hasta llegar a la iglesia, junto a ella, un pequeño callejón estrecho lleno de fango negro, a la mitad, una puerta de aluminio verde alumbrada por un foco.
El calor es abrazador, una gran piedra arde, en el interior, varios pedazos de metal. Salomón, con más de 25 años en el negocio fundiendo metal para trofeos, asegura lo bastante tarde que es mi llegada. Apenas pasan de las cuatro y media de la madrugada, bastante temprano para un jovenzuelo, demasiado tarde para quien se gana la vida. Una charla sobre el difícil proceso de llegar a calentar la piedra a pesar del frío, adorna la nacida mañana junto con el sonido del fuego ardiendo, el metal fundido.
Desafortunadamente, el calor es agobiante; la falta de preparación me prohíbe seguir junto a las llamas. Tortillas y huevo, acompañados de un café de olla, el desayuno ideal. No pueden faltar los frijoles y una buena clase de historia: Margarita prepara las tortillas en el comal que su madre le heredó. Para mí, un utensilio de cocina, para ella y su familia, el trabajo previo al negocio de los trofeos.
¿Qué se necesita para hacer un trofeo?
Miguel toma sus botines para jugar. Acompaño a Santiago y Miguel al encuentro de futbol. Mientras caminamos, Salomón recuerda su inicio en el negocio: visitando a su amigo Felipe Mejía, quien fuese el creador del negocio hace 52 años. En esos tiempos solamente existía una fábrica dedicada a la producción de preseas.
El árbitro da inicio al partido. Una cancha con poco pasto, jugadores llenos de energía, disfrutando del clima cálido. El esfuerzo se hace presente en el encuentro, son jóvenes en el mundo deportivo, juegan sin miedo a la derrota, buscan divertirse. Pasan los primeros 45 minutos, el marcador sigue en ceros. Terminan los otros 45 minutos, el marcador nunca se movió.
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Volvemos al taller, el trabajo nos espera. Salomón debe hacer entrega de unas piezas a su compadre José Sánchez, quien se dedica a montar los trofeos, y hacer las bases de madera. Subimos unas cuantas cajas a la camioneta, Salomón seca el sudor de su frente con un paliacate, a pesar de su edad, sigue haciendo la lucha por salir adelante cada día.
Llegamos al taller/tienda de José, casi a la entrada del pueblo. Me anticipo a Salomón y bajo casi todas las cajas de la camioneta. Saludamos a José y platica con el fundidor sobre lo pesado del negocio en estos días. Recorro el taller viendo las pequeñas piezas organizadas en cajones, al fondo, varias máquinas para cortar y perforar madera.
Sujetó un trofeo de béisbol, aprecio la nitidez y los pequeños detalles en el guante del personaje que está en la punta. Varios trofeos me rodean, pero también hay medallas. Por un momento imagino la cantidad de personas que lucharon por tener una y se quedaron en el camino.
Curiosamente, minutos después de nuestra llegada, se estaciona detrás de la camioneta de Salomón una Voyager un poco vieja de color vino. Un hombre barbón y de mediana edad baja con una pequeña caja, saluda con firmeza a José y Salomón. Trato de ver lo que lleva dentro y alcanzo a notar pedazos de vidrio.
Hablan de negocios e intercambian algunos billetes, quedan de verse por la noche para asistir al baile de un pueblo cercano, terminan su reunión con abrazos y apretones de mano.
José saca los pedazos de vidrio de la caja, al igual que las figuras de metal. Las observa a detalle y le regresa dos a Salomón, lee pido que arme un trofeo y éste accede. Entramos a la parte trasera de su casa; con un desarmador, tornillos y un metro, inicia el ensamble del trofeo, no tarda ni diez minutos. Salgo de la tienda de José muy satisfecho por el trabajo que observé.
Sigo mi camino con rumbo a la tercera parada, Águila Real, el legado dentro de Cuautlalpan. Entro a su local estratégicamente acomodado, una pequeña oficina al fondo, igual que un taller rodeado de preseas, el imperio de los trofeos, un mundo de éxito, las medallas de todos y cada uno de los trabajos en los que han participado. Desde placas conmemorativas hasta réplicas de trofeos para torneos de primera división.
Nohemí Mejía es la heredera de la historia, está sentada en una pequeña mesa, decorando y dando los últimos detalles a un conjunto de medallas. Me sugiere que vea cada trofeo mientras ella termina de dar los toques finales.
Me paseo por el jardín del triunfo, los muros del éxito, el oro, plata y bronce dominan en dicha paleta de color. Nohemí camina junto a mí, y me pregunta el precio que le daría a cada trofeo, doy una cifra al azar, y me invita a su oficina. Es difícil darle un precio a un trofeo, más si no sabemos que siete familias se sustentan de la profesión.
Muchos papeles rodean la pequeña oficina, al fondo hay algunas revistas que ojeo mientras Nohemí responde algunas llamadas. Encuentro una en particular, una serie de entrevistas realizadas por el 40 aniversario de Águila Real. Mientras Nohemí sigue hablando, trato de transportarme a la época: Un pueblo en los años sesenta que vivía de la producción de comales y en el que un hombre tenía la idea de producir trofeos, desde trabajar la manufactura, realizar el ensamble, y hacer las ventas. Darle un giro a la forma de vida de muchas personas, marcar la diferencia, crear historia.
Vuelvo a la realidad. Nohemí me mira fijamente mientras dejo la revista en el escritorio. Me pregunta si tengo alguna duda en especial. Trato de reflexionar el artículo en la revista.
La principal aportación de Nohemí al mundo de los trofeos fue la integración del vidrio a las estructuras, ella me pide salir por un trofeo. Busco en el estante uno con mármol. Es demasiado pesado y está cubierto de polvo. Lo llevo hasta la mesa en la oficina, Nohemí lo toma y con un trapito viejo lo limpia cuidadosamente mientras habla de su trabajo. Es difícil pensar que todo un condado en Puebla se dedicara a la exportación de mármol a Texcoco y, al integrar las piezas de vidrio, la economía de Tehuacán, Puebla, se fuera en picada.
Uno de los trabajadores llega con algunos trofeos para entregar al día siguiente. Nohemí me pide que los vea y piense en el costoso trabajo necesario para crearlos, además de la difícil tarea de ganarlos.
Al terminar un trabajo tienes un trofeo y vas a las premiaciones; formas parte de las personas que hacen entrega de las preseas y observas los rostros ganadores. El esfuerzo y dedicación, es clave básica. Pero existe algo detrás, la pasión.
De nada sirve trabajar sin pasión, ya que el éxito, no tiene el mismo sabor. Ser reconocido por esforzarse, no solamente es gratificante, también aumenta el ego. Crear el símbolo del éxito es trabajar con las emociones: otorgas felicidad al primer lugar, das tristeza para el segundo, y conformidad al tercero.
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