Por Memo Bautista
Para encontrar el origen de la piñata mexicana hay que viajar al Estado de México, a Acolman. Ahí, como en todo pequeño pueblo, la vida se mueve alrededor de su palacio municipal. Tiene algunas calles empedradas y un monasterio colonial que habla de la Conquista española y la evangelización. Hay buena barbacoa, buenos mixiotes y buen pulque. Pero vive a la sombra de las pirámides de Teotihuacán, apenas a unos 12 kilómetros de distancia. Sólo una vez al año este poblado le gana algo de atención —no los turistas— a la antigua ciudad donde los hombres se convertían en dioses: durante la época decembrina. Y es que la tradición dice que en Acolman nació la piñata mexicana.
Me encuentro con Simón Allende Cuadra, cronista de Acolman miembro de la Asociación Mexiquense de Cronistas Municipales (AMECROM). Estamos en el lugar más emblemático del poblado: el ex convento de San Agustín. Ahí, detrás de su enorme fachada de 21 metros de altura, que recuerda una fortaleza —y que tiene esculpidas en piedra las estatuas de San Pedro y San Pablo, la figura de un Cristo, ángeles músicos, esculturas de flores, animales, frutas y hasta signos zodiacales—, cuenta la tradición que nacieron la piñata mexicana y las Posadas. Sin embargo el cronista tiene sus dudas.
“Muchos, la mayoría, manejan la versión de que en 1586 fue la primera posada”, platica Simón mientras miramos los muros del interior del templo con pinturas descoloridas, que retratan a santos agustinianos, sacerdotes y papas. Por momentos parece que esas figuras patriarcales nos observan, inquietas por las palabras del cronista. “No puede ser la primera posada ni la primera piñata. Fray Diego de Soria fue a Italia a pedir ese permiso o bula (al Papa Sixto V) para celebrar las misas de aguinaldo (del 16 al 24 de noviembre). ¿Cuánto tiempo duraban los viajes? Más de tres meses. Pon tú que se haya regresado en septiembre. Entonces no pudo haber llegado y decir ya tengo el permiso, vamos a hacer las misas, las piñatas. No. Las primera posada sería en 1587”.
Sin embargo, tampoco en esa fecha se rompió la primera piñata mexicana.
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A la entrada del pueblo está la estatua de fray Diego de Soria, a quien se le atribuye la invención de las posadas. El fraile rompe una piñata de siete picos, la tradicional, la que representa los siete pecados capitales. En el interior del palacio municipal, un mural que narra los hechos importantes de Acolman muestra el rompimiento de una piñata de la que caen tejocotes, jícamas, cañas, naranjas y otras frutas con la que se rellena. Frailes e indígenas sonríen y se les nota la clara intención de lanzarse y acaparar toda la fruta que puedan. La escena se desarrolla en el claustro del el ex convento de San Agustín, emblema del lugar. Sin embargo, es un error del artista, según cuenta Simón Allende Cuadra, pues a los indígenas no les permitían entrar a los recintos de los religiosos.
A pesar de eso, el orgullo por las piñatas está reflejado en esas dos obras. Por eso, uno esperaría encontrar por lo menos una calle donde las casas convertidas en talleres tuvieran las puertas abiertas para todo el que busque la artesanía originaria del lugar. Pero no es así. Si alguien llega al pueblo sin una referencia jamás se entera que en Acolman tiene su origen la piñata. De hecho, solo hay tres talleres en la cabecera municipal y no más de 10 en todo el municipio.
De acuerdo al Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas (DENUE) del INEGI, en México 1933 negocios se dedican a la elaboración de piñatas. Cuatro estados tienen más de 100 fábricas de esta artesanía: Veracruz, Jalisco, Chiapas y Guerrero. En ellas se concentra la tercera parte de la producción total nacional.
La elaboración de piñatas en Acolman no es un oficio ancestral. Tendrá poco más de 30 años que la primera familia halló en esta actividad una forma de vida. En 1985, basado en los escritos sobre la colonización que dan a este municipio como la cuna de las piñatas y de las posadas, el alcalde Pedro Lauro López Valencia organizó la primera Feria de la Piñata con expositores de otros poblados. Como parte del evento, el gobierno municipal consiguió que se impartiera un curso de elaboración de piñatas. Algunas personas lo tomaron, entre ellos Romana Zacarías Camacho, que pronto sería conocida como la Reina de las Piñatas. De hecho, la feria es dominada por seis familias de apellido Zacarías.
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Cuando el marido de Romana murió, la mujer pegó con una dura realidad: no solo había perdido al hombre que amaba, también al proveedor de su hogar. Ella era ama de casa así que debía hacer algo para mantener a sus cuatro hijos, que entonces eran niños. “Mi mamá tomó un curso de piñatas. Al año siguiente empezó con 50 a la venta. En ese mis años capacitó a 53 mujeres. Mi mamá empezó a producir más y llegamos a hacer entre 10 mil y 15 mil piezas en la temporada de navidad”, me cuenta Ana Lilia Ortiz Zacarías, una de las hijas de doña Romanita, en el taller que fundó su mamá en su casa, frente al convento de San Agustín.
En cuanto uno entra al lugar el olfato percibe el aroma del papel entintado nuevo y el engrudo. La vista, en cambio, es invadida por colores vivos: rojos, amarillos, azules, morados; así como las texturas creadas en papel china y crepé. Los picos de las estrellas parecen cubiertos por pelo que es movido por el viento juguetón. Un centenar de piñatas de varios tamaños, desde decorativas hasta un par de monumentales cuelgan del techo y las paredes; otras están acomodadas en el piso. Tiras de papel de colores que descienden de los picos de las que ya están terminadas acarician el rostro de cualquiera que camine por el taller. Una piñata de 2.20 metros de altura hace que uno cree una curva para pasar al fondo del lugar donde unas ocho personas, entre familia y empleados, trabajan en el último proceso de la piñata: la decoración. Por increíble que parezca esa no es la mas grande que producen; la mayor mide tres metros y medio.
Doña Romanita creó un diseño que hasta hoy distingue sus piñatas. Con papel recortado en forma de hojas plasmó una nochebuena en el centro de la artesanía. Parece que la flor fuera a salir de la piñata. Y así se llama el diseño: Nochebuena. Ana también introdujo un modelo con papeles que dobla hasta que semejan conos a medio cerrar. Con ellos elabora una flor de colores. Coqueta, le llaman. Hay otras que llevan papel picado en la pancita y también algunas de figura que recuerdan a un perro.
Mientras platicamos un niño de unos siete años, el sobrino de Ana, sale de una puerta con una piñata entre sus manos. No puede ocultar su satisfacción. Es una de las primeras que decora. Así comienzan los miembros de esta familia a introducirse en el oficio: a través del juego. Pasea con su artesanía por todo el taller, presume que tardó nueve minutos en decorarla, superando a una de las empleadas del lugar que hace el mismo trabajo en media hora. La chica ríe. El niño también.
La elaboración de una piñata es sencilla, pero requiere tiempo. Primero se cubre un globo con capas de periódico y engrudo para formar la olla. Tal vez esta sea la parte que más tarda en todo proceso pues el secado depende del clima. Según Ana, si hay sol y calor queda lista en un día; si está nublado puede tardar hasta una semana. El forrado de los conos toma media hora, en promedio, y el decorado de la panza unos 45 minutos.
Todas las ollas que veo son de periódico. La tradición dicta que debe ser de barro.
—En su originalidad es una olla de barro con papel periódico, va engrudo, los conos son de cartón, papel china —me aclara Ana—. En nuestro caso ya metemos papel metálico y crepé. Ya la mayoría es de cartón porque salen los niños descalabrados. Ya casi no la piden.
—Creí que era porque hacerla de cartón es más barato.
—No. Al contrario, es más caro hacerlas de cartón. Por el globo. En cambio a la olla de barro se le pone una capa de periódico y eso es todo.
Ana me muestra un libró editado por el gobierno del Estado de México en 2010, donde se documenta en fotos y texto el impulso que dio su mamá a la elaboración de piñatas. En él se reconoce a la mujer como la Reina de las Piñata de Acolman.
En mayo de 2016 doña Romanita murió. La diabetes deterioró su cuerpo. Unos meses después, en agosto, la Secretaría de Turismo del estado le realizó un homenaje.
El nombre de Romana Zacarías Camacho ya forma parte de la riqueza cultural de aquella región. Al final, Acolman tiene que agradecerle a doña Romanita y a la familia Zacarías que el pueblo de las piñatas sí produzca la artesanía de la que presume ser progenitor.
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Para llegar a Pomposa, el taller de Julián Meconetzin Rangel Sosa, hay que seguir las indicaciones de Google Maps. Nada en su calle indica que ahí está uno de los talleres de piñatas con mayor producción —entre 2500 y 3000 piezas en la temporada decembrina—. A pesar de encontrarse justo detrás del palacio municipal de Acolman, la casa de este emprendedor está escondida. Consciente de su desventaja al no contar con un local frente al ex convento, por ejemplo, o en otro sitio con mayor tránsito de personas, Julián ha encontrado en las redes sociales su mejor instrumento de venta. La mayoría de sus piezas van a la Ciudad de México.
En el patio de su casa se escucha un crujido. Proviene de un montón de ollas de periódico y engrudo que se secan al sol. Es el tronar de los globos que forman los contenedores. A un costado se encuentra una parte de su taller, donde arma el esqueleto de la piñata. Ahí están las estrellas de varios tamaños desnudas, aguardando el momento en que Julián, algún integrante de su familia o uno de sus seis ayudantes las lleven a una de las dos habitaciones interiores donde las decorarán con el papel de colores.
“Yo traje la tradición aquí a mi casa”, me cuenta con entusiasmo este chico que estudió contaduría en la UNAM y que trabajó varios años en un taller de la familia Zacarías. “Yo trabajaba en un taller local de aquí, en Acolman. Empecé cuando tenía 13 años; ahorita tengo 22, y desde hace tres años Pomposa es un taller como tal”.
Julián no es oriundo de Acolman. Llegó ahí con su familia hace 15 años buscando un lugar donde la vida no fuera tan ajetreada como en la Ciudad de México. La piñata lo atrapó, tanto que tiene tatuada una en el antebrazo derecho.
—¿Por qué te gusta hacer piñatas?
—Por el color. Me gusta mucho que la gente vea el color, el trabajo que hacemos aquí. No es un trabajo sencillo, sino con diseño, muy colorido, artístico. Desde que empecé a trabajar la piñata, siempre fue un reflejo de mis emociones como artesano. Cómo ordenar los colores, cómo acomodarlos. Siento que sí refleja mucho de la persona en el momento. Por ejemplo, si ahorita Karlita, (una de sus ayudantes) está feliz, me va a hacer puras flores y si está enojada me va a hacer puras líneas.
Hace cinco años Julián decidió iniciar su propio taller, así que consiguió un subsidio del entonces Instituto Nacional del Emprendedor, diseñó un logotipo y registró el nombre de Pomposa como marca. A diferencia de los otros artesanos, la mayoría del tiempo él usa una playera con el símbolo de su empresa. Además imparte talleres a primarias y a grupos de mujeres. Sin embargo, el inicio no fue tan fácil.
“Cuando empecé solo tuve una escuela de taller y si acaso vendí unas 20 piñatas. Eso fue el primer año. El año pasado ya tuvimos un pedido más grande. Hace un año fui maestro de 22 mujeres en un grupo y afortunadamente de esas, unas seis tienen sus talleres. Producen poquito, a veces más para la temporada de la Feria de la Piñata. Yo las apoyo les pido piñatas y las vendo o les pido que me ayuden con algún pedido. No hay que ser egoísta con los alumnos. Un solo taller no tiene la capacidad para surtir tanta piñata. Es una piñata artesanal, lleva su tiempo, no es comercial como las de los mercados. Un taller de unas seis personas no puede con tanta piñata”.
Karla y otro chico no dejan de adornar las estructuras de cartón y periódico. La primera vez que conocí Pomposa, en el piso había más de 400 piezas, de tamaño pequeño, ya terminadas para un hotel en Los Cabos. En mi segunda visita Julián y sus ayudantes adornaban piñatas blancas. En el centro formaban con papel los pétalos de una flor que parecía crecer en la nieve, sin color, sobria, elegante.
“Mis pedidos fuertes los agarro en junio y se surten en la primera semana de noviembre. Y el resto, de la tercer semana de noviembre para abajo, damos talleres didácticos. Llevamos ocho escuelas, hasta que salgan los niños de vacaciones”.
La Cámara de Comercio Servicios y Turismo en Pequeño de la Ciudad de México (CANACOPE), estima que solo en la capital del país se venden cerca de un millón 300 mil piñatas en la temporada decembrina. Si cada pieza se vendiera en 40 pesos, la derrama económica sería de 52 millones de pesos.
El precio de las piñatas de Julián oscila entre los 23 pesos, para las decorativas, hasta los 3500, para la piñata más grande, que mide unos tres metros de altura. De hecho le solicitaron un pedido de piñatas de esa talla el año que arrancó Pomposa. Elaboró 10 piezas gigantes para un grupo de gasolineras de Villa del Carbón y Nicolás Romero, dos municipios cercanos a Acolman. Su casa, literalmente, se llenó de piñatas.
“El armado es rapidísimo. En un día se arma una piñata y se decora. En un día normal produzco entre seis y siete piñatas. Cada una tarda como una hora y media. Es un tamaño del número 14, para unos 15 kilos, aproximadamente, de fruta y golosina”.
Julián, además, está innovando el proceso de elaboración de la piñata. Ha sustituido las tijeras por una máquina que corta en barbas varios pliegos de papel, además diseñó un sencillo mástil donde coloca la piñata que esté decorando, lo que le permite aprovechar espacios pequeños para trabajar.
—¿Qué es lo más complicado de hacer una piñata?
—He notado entre los trabajadores que me apoyan y entre nosotros como familia el gusto por la piñata. Si no hay gusto se te va a ser muy difícil hacerla. Si no hay gusto por los colores, por todo lo que implica, realmente no lo haces bien. Yo siento que una piñata tiene que ser el reflejo del artesano que la está haciendo”.
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Cuenta el cronista Simón Allende que hay varias versiones sobre el nacimiento de la piñata. La más difundida es la que indica que el viajero Marco Polo vio en China un tradición durante la celebración de su año nuevo, que consistía en romper la figura de un buey que guardaba en su interior semillas y en el exterior le colgaban utensilios de labranza. Después, la estructura se quemaba y las cenizas las utilizaban en la siembra, como elemento de buena suerte. Una vez en Italia, el navegante le da al objeto el nombre de pignatta y se trataba solo de una vasija, sin adornos, que rellenaban y rompían. La piñata pasa a España donde la quebraban durante el primer domingo de cuaresma, llamado domingo de piñatas.
“Si estamos hablando que la conquista fue el 13 de agosto de 1521 y que los españoles traían sus costumbres, lógicamente la primer piñata que se rompió en México fue en un domingo de cuaresma”, explica el cronista.
Si bien en Acolman no se construyó la primer piñata como la conocemos hoy, en esas tierras si existieron costumbres prehispánicas que favorecieron su introducción como elemento de evangelización.
“Aquí en Acolman hubo un templo a Huitzilopochtli, colibrí izquierdo”, comenta Simón. “Le dan su nacimiento en el solsticio de invierno. Es el día con la noche más grande y el día más pequeño. Él tenía una festividad aquí. Los meses duraban 20 días y todo el mes era dedicado a Huitzilopochtli, el mes de Panquetzaliztli, enarbolamiento de banderas. ¿Qué es esto? Ponían banderas azules en todos los árboles frutales que había, agradeciendo los frutos. En el inicio de la fiesta colgaban una olla en lo alto de un palo llena de plumas y piedras preciosas. Y en el solsticio de invierno la rompían para que ésta cayera a los pies del templo y fuera como una ofrenda, un regalo a Huitzilopochtli. Para contrarrestar esa tradición, a Fray Diego de Soria se le ocurre celebrar las nueve misas de aguinaldo, simbolizando los nueve meses de embarazo de la Virgen María, dar dulces y posteriormente hacer la piñata”.
Simón cuenta que los mayas también tenían un juego que consistía en colgar una olla de barro, llenarla de chocolate y vendar los ojos a la persona encargada de romperla. De hecho, la costumbre aún sobrevive en un pueblo de Yucatán llamado Tipikal. El 24 de junio, el día de San Juan Bautista, se juega el Pa’p’uul para pedir que llueva. Los niños adornan cántaros de barro que ya no guardan agua. En el vientre de los jarrones colocan en el último momento culebras o iguanas o tuzas o patos o gallinas u otros animales que hayan capturado. Entonces comienzan a golpear la vasija hasta que estalle y produzca un sonido similar a un trueno. El que pesque algún animal se queda con él.
“Los frailes tuvieron que estudiar todo esto para posteriormente meter esta piñata ahora como símbolo evangelizador en las posadas”, dice Simón Allende. “Ya con el tiempo, cuando llega a México se empieza a adornar. Y luego ya le comienzan a poner lo picos, y luego: ¡ay! ¿y si le ponemos siete para que sean los pecados capitales? En la primera posada ya la incluyen pero porque había esta piñata prehispánica. Hay una versión que dice que en Iztacalco fue la primera piñata”.
En su libro Navidades mexicanas, la antropóloga Sonia Iglesias y Cabrera narra que, en efecto, la primera piñata que conoció la Nueva España se fabricó y se quebró en Iztacalco, a ocho kilómetros del Centro Histórico de la Ciudad de México, y que el evento fue registrado por el pintos colonial Juan Rodríguez Juárez, en un cuadro donde se ven dos piñatas colgadas de un lazo sostenido por dos indígenas desde la azotea de una iglesia, mientras otros juegan alrededor de ella.
“Lo que podemos decir es que es un sincretismo entre la costumbre europea y las tradiciones prehispánicas y por eso la usaron para la evangelización”, señala Simón Allende. Y sentencia: “No doy a Acolman como cuna de la piñata porque primero se debió romper en un domingo de cuaresma”.
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