Por Memo Bautista
Detrás del Mercado de Sonora, en la colonia Merced Balbuena, en la Ciudad de México, hay una casa de tres plantas. El interior de la última es de color blanco, tiene mucha luz que entra por las grandes ventanas. Huele a cartón, acrílico y engrudo. Es el taller de la familia Linares. Capas y capas de papel maché, papel de china y periódico; un poco de sol para que seque la pieza y pintura de acrílico de colores brillantes es suficiente para dar vida a sus artesanías de cartonería, en especial a los alebrijes. Desde hace más de 70 años esta familia recrea a los seres fantásticos que un día soñó su patriarca: Pedro Linares, a quien la historia popular le atribuye la creación de esta artesanía.
Pedro aprendió el oficio de su padre. El negocio era la fabricación de mascaras, calaveras y judas —los muñecos de cartón que representa al diablo, al mal, y que son quemados, o más bien explotados con cohetes, en la noche del Sábado de Gloria durante la Semana Santa. Una tradición casi perdida en la Ciudad de México y que conservan algunos barrios de Iztapalapa y Xochimilco.
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De la chinampa al barrio
La periodista Anne Bonnefoy ubica los antecedentes de la familia Linares en el barrio de San Francisco Caltongo, en Xochimilco, a finales del siglo XVIII. Entonces se apellidaban Chocolpa y eran chinamperos. Se dice que un miembro de la familia fue acusado de robo y encarcelado en la Provincia de Linares. Tras ser declarado inocente regresó a la ciudad de México y se le quedó el apellido del lugar donde fue prisionero. Un siglo más tarde, Don José Dolores Linares, curandero y cartonero, se mudó a espaldas del hoy Mercado de Sonora. Uno de sus descendientes fue Pedro Linares. Leonardo Linares, su nieto confirma que el oficio de su familia se remonta tres siglos atrás.
Leonardo también cuenta que su abuelo vivía prácticamente en pobreza extrema, en una casa con piso de tierra y techo de lamina sostenido por algunos polines. A él, como nieto, le tocó vivir con don Pedro una época mejor, donde el patriarca le enseñó el oficio del cartonero a través del juego.
“En este taller lo prohibido es prohibir —cuenta Leonardo Linares—. Cuando yo era niño nos dejaban usar los materiales que ellos tenían: pinturas, papel, engrudo. Como niño te mueve la curiosidad y empiezas a experimentar. Como dicen, lo que hace la mano hace la atrás, ves lo que hacen tus abuelos, tus papás. Tu también quieres imitarlo. Es cuando empiezas a meterte a este mundo tan fascinante, que es el trabajo artesanal”.
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Una enfermedad de muerte
Una tarde de 1936, Pedro cayó enfermo. El médico que lo atendió le dijo que tenía una ulcera gástrica. Pedro se quedo igual, no tenía idea de qué le hablaba el doctor, ¿qué era una úlcera? Tampoco tenía los medios para tratarse.
“Estaba yo chamaco, pero sí me acuerdo que mi papá estaba muy malo de ulcera gástrica —platica Felipe Linares, hijo de Pedro —. Me acuerdo que se ponía un abrigo. Tenía mucho frío. Por aquí pasaba el tren, entonces él iba y se sentaba en los rieles, se agarraba el estómago. Ya cuando se cansaba de estar sentado se metía. Yo lo veía muy malo. Se le reventó la ulcera. Llegó a tanto su enfermedad que se le reventó. Y estuvo mucho tiempo con eso. Incluso mi mamá y la familia de mi papá creían que se iba a morir porque estaba de a tiro muy grave”.
La úlcera reventó, el hombre adelgazó, evacuaba sangre. Un día su cuerpo no resistió y se desmayó. Sufrió una especie de coma. Parecía muerto, tanto que la gente inició el rito del velorio en su propia cama, como se acostumbraba. Colocaron velas a su alrededor y se dejaron oír los rezos para la salvación de su alma.
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La pesadilla
Sin embargo, Pedro no estaba muerto, tampoco estaba de parranda, como dice la canción. Pedro estaba sumergido en un sueño. En él veía una campana inmensa a lo lejos, parecía suspendida en el aire. Hacia ella se dirigía la gente. Después se dio cuenta que en realidad se trataba de los muertos porque miró entre la multitud a su hermano, quién había fallecido muchos años antes, cuando era muy joven. Tenían que pasar por un camino estrecho en el que sólo cabía un pie. De un lado había una pared y del otro el abismo. Muchos lo transitaban caminando, otros de rodillas y unos más a gatas. Los que no tenían la suficiente determinación caían al vacío.
De pronto el hermano de Pedro se dirigió hacia él:
—¿Y tú que haces aquí? No perteneces a este lugar. Vete por donde viniste.
—Si me voy —contestó el maestro cartonero—, nada más dime por dónde porque no sé ni cómo llegué acá.
Pedro comenzó a caminar en dirección contraria. Poco a poco se fue alejando de la gente hasta que se quedó sólo. Llegó a un paraje donde el suelo estaba seco, árido, a excepción de unas cuantas matas, la vegetación no crecía por ahí. El lugar era lúgubre, con poca luz. El hombre sintió miedo. De pronto, de las sombras surgió una neblina y de ahí comenzaron a salir animales extraños. Era como una estampida de seres horribles compuestos por diferentes elementos de animales. Lo acechaban. Su mirada era demoniaca. Se lo querían comer. Al mismo tiempo escuchaba el sonido que producían sus gargantas, algo que él entendió como “lebrija” o “alebrije”. Las voces de los animales eran tan fuertes que le taladraban los oídos. Pedro corrió como nunca en su vida lo hizo. Y mientras huía de esos seres horrendos despertó. No supo cómo, algo tuvo qué hacer. La gente al rededor de su cama se sobresaltó. Había resucitado.
Pedro con angustia contó a sus hermanas y amigos lo que había visto: un burro con alas y lengua de fuego, una serpiente con patas de gallo y pelo en vez de escamas, un león con cabeza de perro y cola de dragón. Sin embargo, nadie lo comprendió. De qué hablaba este hombre que como el bíblico Lázaro se levantó de su lecho de muerte. Nadie le entendía. Así que Pedro lo explicó de la única forma en que sabía expresarse bien: con la cartonería.
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De la pesadilla al ensueño
Un día Pedro trabajaba en su taller. Detuvo su labor y se dirigió a su hijo Felipe:
—¿Sabes qué? Tengo mucho tiempo pensando en hacer una de las figuras que vi cuando estuve grave y perdí el conocimiento.
Entonces, creó su primer animal demoniaco. Felipe cuenta que hizo un cuerpo de gallo con cabeza de zapo, patas de caballo y pezuñas. Cuando lo terminó pedro dijo:
—Esto es lo que yo vi. Y eran más feos.
Decidió llamarlo con la extraña palabra que escucho en su pesadilla: alebrije.
Los puso a la venta en la siguiente temporada de Semana Santa junto a los judas. Pronto las tiendas de artesanías, galerías de arte y museos comenzaron a interesarse por esos singulares animales fantásticos hechos de capas de papel, engrudo y pintura. Ninguno era igual a otro.
“Los revendedores de aquella época se los empezaron a llevar afuera del mercado Abelardo Rodríguez —comenta Leonardo Linares—. Una día llegó el director del museo de Artes e Industrias Populares, Daniel Rubín de la Borbolla. Le preguntó al revenderos si los él los hacía y éste lo trajo con mi abuelo. De los primeros que compró alebrijes fue Diego Rivera y luego una galería de Cuernavaca. Después en 1954 Fernando Gamboa llevó los alebrijes a una exhibición a Francia”.
Entre 1975 y 1977 la cineasta Judith Bronowski viajó a México para realizar un documental sobre el trabajo y las piezas de tres artesanos, a quien ella elevó a la categoría de artistas: los animales tallados en madera de Manuel Jiménez, en el pueblo de Arrazola, en Oaxaca; los bordados de Sabina Sánchez de San Antonino Castillo Velasco, en Ocotlán de Morelos, Oaxaca; y los alebrijes de Pedro Linares, en el entonces Distrito Federal. A principio de la década de los 80 Judith Bronowski regresó por ellos para llevarlos a California al estreno del filme y la presentación de un libro sobre su obra. Allí los artesanos cambiaron ideas y Manuel Jiménez incorporó la estética de los alebrijes a sus tallas de madera.
La otra historia del alebrije
A principios del Siglo XX, luego de la Revolución, en México surgió un movimiento que exaltaba el nacionalismo en el arte: el Muralismo. La mayoría de los artistas plásticos de entonces buscaban plasmar en sus obras las manifestaciones culturales y artesanales del pueblo, rompiendo así con el concepto griego de arte.
Uno de ellos fue José Gómez Rosas, conocido como El Hotentote. En su trabajo utilizó la ironía para criticar a sus contemporáneos, lo que provocó que ni sus pinturas ni su nombre tuvieran la difusión y apoyo que lograron José Clemente Orozco, Diego Rivera o el Dr. Atl.
En sus lienzos, El Hotentote frecuentemente plasmaba figuras zoomorfas y fantásticas, donde combinaba partes de reptiles, aves, anfibios, insectos y mamíferos.
Entre sus actividades en la Academia de San Carlos, la más prestigiada escuela de arte en México, donde también daba clases, estaba la realización de la escenografía y telones para el baile de máscaras, una fiesta exclusiva para la élite cultural, política y social de ese entonces, que tenía una sola regla: todos debían utilizar máscara.
“Entonces, en el momento en que llegabas a la fiesta no sabías quién era quién. Y podías estar bailando con tu enemigo acérrimo, pero no los sabías porque usaba máscara. Era una pachanga siguiendo el canon de las bacanales griegas —cuenta Ricardo Linares Zapién, artesano que a pesar del apellido no guarda parentesco con Pedro Linares”.
La forma de iluminar la Academia para estas reuniones era con velas y quinqués, para así lograr cierta ambientación. Las esculturas del edificio se cubrían con cartón para protegerlas y sobre ellas se trabajaba el tema de la fiesta, que al parecer en 1932 fue animales fantásticos. En esa ocasión El Hotentote se inspiró en el imaginario popular y artístico de todo el mundo y mezcló mitologías, que adaptó al modelo nacionalista que imperaba entonces.
¿Una alusinación?
Por ese tiempo Pedro Linares trabajaba para José Gómez Rosas. Así que el pintor pidió al maestro cartonero unas piezas en las que combinara animales, pero poniendo su sello especial: el color. Se cuenta que Linares le preguntó cómo hacerlo. La respuesta del artista fue decidida:
—Toma un Judas y ponle cola y alas de murciélago.
Pero Ricardo Linares Zapién tiene otra teoría sobre el origen de estos animales coloridos.
“Si tú te vas a las historias de cada miembro de la familia, Pedro Linares comienza a tener el deliro a partir de que se enferma de úlcera gástrica. No se habla mucho, pero Pedro Linares tenía un problema de alcoholismo fuerte y la mayoría del medicamento que tomaba era a base de hierbas. Tiene el alusín después de ingerir este tipo de plantas (…) Yo, es una hipótesis mía, considero que la forma en cómo se plasma el color en un alebrije es un estado alterado del color, es un estado de mutación constante. Y hay un paralelo en otra rama del arte que se llama la Psicodelia. Pudo haber sido accidental. (Pero esto) es hipotético”.
Se dice que El Hotentote citó a Pedro Linres en la Academia de San Carlos el día de la fiesta para entregarle el dinero y que comenzara el trabajo que le había encargado. Cuando el artesano llegó, se encontró con que su patrón se había disfrazado del guerrero mongol Gengis Kan, y utilizaba una máscara enorme y una capa hecha con plumas. Además, miró todo el ambiente que reinaba en ese lugar.
“Imagínate —platica Ricardo Linares, quien actualmente es uno de los más activos artistas populares especializado en alebrijes—, una persona pudo haberse impresionado, si no tenía acceso a ese tipo lugares, de fiestas y cosas locochonas. Traducido en una impresión fuerte, (Pedro Linares) pudo haber tenido sueños reiterativos con ese tipo de experiencia. Y sueños que fueron pesadillescos”.
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- Periodista, editor y productor de radio