Ya nos disfrazamos, ya cocinamos pan de plátano y tortitas de coliflor. Ya hicimos pasteles, paletas, cup cakes y toda clase de postres con plastilina Play Dooh. Ya hicimos marcianitos con los rollitos de cartón de papel de baño. Su papá y yo le hemos leído sus libros favoritos hasta el hartazgo. También hemos hecho intentos de yoga infantil y los ejercicios que me mandaron por Whatsapp para realizar con ella. Fracasamos en muchos. Hemos escuchado las canciones para brincar, gritar y correr en menos de 10 metros lineales. Con sus tres años, Yat, mi hija, es una niña sana que quiere comerse el mundo.
Pero resulta que en estos días, desde el 20 de marzo que empezó la cuarentena por la pandemia de coronavirus en México, su mundo se hizo chiquito. Tanto que apenas alcanza los 60 metros cuadrados de un departamento. Es tan pequeño que sólo caben ella, un papá, una mamá y un perrito chihuahua. Sin embargo, de manera virtual están sus abuelos, tíos y tías. Aunque a Yat le gustan las videollamadas prefiere el contacto físico. Cuando me dice ¿ya nos despedimos?, sé que acabó el encanto del amor familiar virtual.
Por momentos siento como si escalara el Everest. Sé por mi amigo el fotoperiodista David Cilia que subir parte de la colosal montaña requiere todo un mundo de preparación. Solo llegar al campamento base, a 5365 metros sobre el nivel del mar, es una hazaña. El trekking (excursionismo) incluye avanzar entre 400 y 600 metros al día en cinco o seis horas. El camino hacia la cima se vuelve más empinado y a cada momento falta el oxígeno. El aventurero comienza a sentir los estragos de la altura: dolor de cabeza, debilidad y hormigueo de manos y pies.
Yo trepo mi propia montaña, que es Yat, todos los días y trato de conquistarla a base de juegos, cantos, episodios de llanto. Y en medio de eso mis ganas de agarrar un libro, mientras ella tiene brevísimos soliloquios que no puedo dejar de escuchar y me provocan risa. Por ejemplo, cuando imita a la mujer de YouTube con su canal de huevos sorpresas haciendo unboxing —desempacar productos delante de la cámara— de juguetes variados.
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El libro no me entra. Trato de concentrarme pero pienso en la comida, en la colación y en todo el sistema alimenticio de mi hija y el nuestro. Cuando cocino irremediablemente le prendo la televisión, pero desde que hacemos recetas juntas en la cocina ella me quiere ayudar en todo. Y entre que me gusta y me preocupa, la pongo a hacer cualquier cosa como mojar sus manos eternamente en el arroz. “Debe quedar muy limpio, Yat”, le digo y ella toma cada grano y lo lava con minuciosidad, mientras prendo las hornillas del fondo de la estufa para evitar accidentes.
A esta edad, diría el psicólogo ruso Lev Vigotsky, los infantes comienzan a dar el salto de las funciones mentales normales a las funciones mentales elevadas, esas donde se construye su conciencia —dato frik para los amantes de la educación y psicología infantil—. En estos días en que la cuarentena nos obliga a estar todo el tiempo juntas, me percato de ello: de su crecimiento mental, de cómo construye sus recuerdos, cómo su vida es mucho lo que nosotros decimos.
Un día mientras cocinábamos le dije que mi abuela materna, Juana, me preparaba unas comidas muy ricas: sopas, frijolitos, etcétera. Días después le platiqué que debemos ser precavidas en la cocina porque de niña yo me quemé junto con mi hermana por estar jugando. Me miró fijamente y preguntó: ¿Y qué te dijo tu abuelita Juana?
Otro día me percaté que un pedazo muy preciado de plastilina café quedó afuera de su bote y se endureció. Preocupada, como si hubiera muerto una plantita, le dije:
—Yat, mira la plastilina. Se hizo dura.
—Mamá, no te preocupes. Ven, tranquila, te abrazo, solo es un pedacito, todavía queda mucha aquí. Mira —me señaló el botecito.
En esos momentos me dejo abrazar por ella, me calman su voz y su rostro comprensivo. Me alivia saber que imita mi reacción cuando es ella la inquieta por algún asunto.
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No voy a romantizar. Es duro. Fede —mi compañero de vida— y yo tenemos la fortuna de tener trabajo mientras estamos en casa. No somos parte de las 346 mil 878 personas que han perdido su empleo en lo que va de la contingencia, como lo reveló la propia secretaria del Trabajo y Prevención Social, Luisa María Alcalde, durante la conferencia mañanera del 8 de abril.
Sin embargo, esta nueva modalidad, el llamado home office, nos deja hechos pomada. A las 10 de la noche solo queremos tomarnos un wisky, ver un capítulo de Osark y dormir. A veces me despierta la preocupación por el número de contagios por Covid 19, que a diario aumenta en México. O pensar en escribir tal o cual cosa y no poder hacerlo. Si lo anterior pasa, me levanto e intento trabajar, pero las consecuencias de ese desvelo son caras. Debido al cansancio me duermo mientras juego con Yat. Ella con enojo y frustración llama mi atención: “¡Mamá, no de duermas!”. Entonces el sentimiento de culpa me acompaña todo el día.
Pienso en las mamás que están haciendo home office con fechas de entrega impostergables: que reciben el mensaje del jefe o la jefa, que tienen junta virtual o que están en chinga mientras tienen a sus hijos e hijas a su lado, pero sin poder interactuar con ellos.
Pienso en las 3.59 millones de madres solteras trabajadoras que existen en el país —según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE)—, que están pasando por esto con sus crías en casa, sin que alguien como Fede prepare el desayuno, la comida, la cena, o haga todas esas cosas que nos convierte en un equipo.
Pienso en aquellas mamás que están con sus agresores viviendo una cuarentena sin poder gritar de desesperación. De hecho, según la Fiscalía General de Justicia, en las dos últimas semanas de marzo, en la CDMX aumentaron 7.2 por ciento los detenidos por violencia familiar y se han abierto mil 608 carpetas de investigación por el mismo delito.
Pienso en las madres que acaban de parir y cuya cuarentena de maternidad la vivirán sin la presencia de familiares o amigas que ayuden a maternar. Ellas se quedaran sin ese apoyo emocional tan importante después de tener un hijo o una hija. Qué miedo deben sentir en estos días.
A todas ellas mi reconocimiento, admiración y fuerza. Las abrazo con el corazón.
- Le hace profesionalmente a la academia. Le gusta investigar, escribir y documentar sobre arte, literatura, imagen, periodismo, visualidades en resistencia, en especial los movimientos sociales. Le gustan también los comics, hacerlos y estudiarlos. La crónica es un género que le apasiona y de vez en cuando se avienta a escribir lo que observa a su alrededor.