La sorpresa abrazó a Gabriel García Márquez en diversos momentos de la vida: la casa enorme llena de fantasmas de sus abuelos cuando era niño, las novelas e historias cortas de Joyce y Kafka cuando se convirtió en reportero, la noticia de ser distinguido como Premio Nobel cuando ya era un escritor consagrado y los patacones que le guisó Mayerli Beltrán Sáenz cuando cumplió 86 años.
“¿Quién cocinó esto?”, preguntó asombrado el escritor luego de probar un patacón, esa especie de tostada hecha con plátano verde. No podía creer que en su boca se pasearan los sabores del caribe colombiano. Rara vez había comido en México algo que le recordara su tierra. Al escuchar la sorpresa de Gabo, Mayerli sonrío con ternura. Lo hace de nuevo ahora que me habla de su encuentro con él.
“A García Márquez le gustaban porque él era del caribe. Las carimañolas, los patacones, los pescados fritos, el arroz con coco. ¿Quieres que te pida unos?”, me dice con una mirada impaciente y el gesto coqueto que tienen todas las colombianas: ríe, arruga la nariz, entrecierra los ojos, los chinos se le alborotan. En verdad desea que pruebe su comida.
En cuanto contesto que sí, la chica lanza un grito. Expulsa alegría.
“¡Mami!”, llama a una de las meseras que trabaja con ella en el Tintico, el restaurante-café-galería que dirige en el Centro Histórico de la Ciudad de México. “¿Me regalas una orden de patacones y otra de carimañolas, empanadas y una arepita de huevo?”.
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A Mayerli Beltran le dijeron un lunes si quería ir a México a ayudar a uno de sus tíos que se sentía enfermo. Al siguiente domingo la muchacha de 16 años cruzaba América en avión. En pocas horas pisaría el país con el que soñaron sus abuelos: el de Pedro Infante, el que veían en las películas de los cincuenta, la tierra prometida. Han pasado 18 años desde entonces, la mitad de su vida. Por eso se dice colombo-mex.
“Siento que estoy viviendo el sueño de mis abuelos. Si supieran que vivo a dos cuadras de Garibaldi, que trabajo en el Centro Histórico, que promuevo la cultura colombiana en México dirían que es increíble lo que estoy haciendo. Yo creo que ellos soñaban hacer esto”, dice.
Luego de estudiar la licenciatura y terminar la maestría, trabajó primero como mesera y luego en las relaciones públicas del Zinco, el club de jazz del Centro Histórico de la Ciudad de México. Ahí conoció a toda la gente involucrada con la difusión y el hacer cultural de la zona, desde funcionarios, como el jefe de gobierno y los directores del Fideicomiso y la Autoridad del Centro Histórico, hasta directores de museos, músicos, artistas y demás. Unos años después intentó abrir un espacio para exposiciones y bebidas, pero los papeles del inmueble no estaban al día y tuvo que cerrar. En 2010 el Fideicomiso del Centro Histórico recuperó un edificio de la calle de Cuba y la invitó a sumarse al proyecto para darle vida al lugar. Así nació el Tintico.
Un día de 2013 sirvió algunos bocadillos en un coctel celebrado en el museo de la Ciudad de México. Entre los invitados había una mujer que probó la comida de Mayerli. En cuanto saboreó el primer bocado su paladar quedó enganchado. Tenía el sabor de la costa colombiana, comida que casi nadie hace en México. Lo más difundido de la cocina de Colombia en el mundo son las arepas —esas tortas de harina de maíz que a mí me recuerdan a las gorditas mexicanas, pero dulces y sin relleno— y la bandeja paisa, un plato antioqueño que tradicionalmente incluye frijoles, arroz blanco, chicharrón, carne deshidratada o a la parrilla, chorizo, un huevo frito, plátano, aguacate y una arepa.
La mujer corrió hacia la cocina, quería saber quién había hecho esos bocadillo.
—¿Quién está cocinando esto? Es lo que necesito para mañana.
—Nosotros. Yo cocino comida colombiana —dijo Maye que salió a su encuentro.
—Es que mañana tengo un cumpleaños, estoy buscando esto y no sabía con quién cotizarlo. No sabía quién me podía ayudar a resolverlo. ¿Tu puedes?
—Sí, claro. Con mucho gusto.
—Es el cumpleaños del maestro Gabriel García Márquez.
Maye abrió los ojos. Una corriente eléctrica paso por su cuerpo. Esperaba una recepción de la embajada, un evento cultural, una fiesta privada, cualquier cosa pero no una celebración para uno de los personajes más importantes de la cultura de su país y el mundo. Como pudo contesto. Tartamudeó, tragó saliva, se emocionó: “¡Claro, con todo el gusto del mundo te ayudo!”.
Cuando regresó a su restaurante revisó el refrigerador. No tenía mucho tiempo. Debía planear rápido un menú para doce personas y mandar la propuesta. De un día para otro iba servir comida a un personaje que había contribuido a que la humanidad diera un paso a través de sus letras.
Unos minutos después de enviar la sugerencia de menú —patacones con cazuela de mariscos, carimañolas, empanadas, tapas españolas con chorizo pamplona y merengues con una salsa de zarzamora— la mujer le regresó el correo electrónico: “Me encanta todo. Cocina eso por favor. Vente a la casa y aquí guisamos”.
Al otro día Maye y su equipo estaban en Coyocán, en la casa de la mujer.
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En medio de la comida, en el espacio que hay entre retirar un plato y servir el siguiente platillo, Mayerli y los demás cocineros fueron solicitados. Los iban a presentar con Gabo. Estaban emocionados, nerviosos, pero a gusto. Iban a conocer al maestro del realismo mágico. Cuando estuvieron en el comedor Gabriel García Márquez levantó la vista miró a Mayerli y no pudo contener las palabras: “Usted es una mujer peligrosa”.
La chica sólo sonrío. Las palabras del escritor eran directas, sin rodeos.
—Ah, sí, maestro. Para mí es un gusto conocerlo.
—¿Usted está casada o no?
—No. no estoy casada.
—No se case.
—¿No me caso? —dijo Maye casi con sorpresa.
—No, porque usted es una mujer peligrosa.
Maye se sonrojó. Lo vuelve a hacer ahora que recuerda el piropo. Mercedes Barcha, la esposa de Gabo, también la atiborró de preguntas “¿Tú quién eres?, ¿de dónde saliste?, ¿por qué estás cocinado comida colombiana?, ¿de dónde sacaste la receta de las carimañolas?”. La mujer no podía creer que esa chica menuda que no rebasa los ciento sesenta centímetros les hiciera recordar Colombia en un sabor.
Gabriel García Márquez, el hombre que inventó las berenjenas al amor en su novela “El amor en los tiempos del cólera” (1985), pidió a Maye más patacones pero con esa crema ácida que en Colombia llaman suero costeño.
“Me dio las gracias por haber cocinado, me dijo que qué rico, que podía volver a comer lo que yo cocinara”, cuenta Maye con la mirada perdida. Sigue en ese día de marzo de 2013.
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La mesera se acerca a nosotros y coloca en la mesa los platillos. Ahí están los patacones como soles, grandes dorados, irradian calor porque están recién hechos —surgieron de un plátano verde cortado en cachitos de cuatro a cinco centímetros de grosor, que entró al aceite, fue aplastados y vuelto a freír—; una arepa que guarda en su interior, como un regalo, un huevo que expulsará en la primera mordida una salsa perfecta: la yema; y las carimañolas, ese frito de harina de yuca relleno de carne molida. Su color dorado y olor dulzón son una invitación para romper cualquier dieta.
Maye aprendió a guisar este último frito al poco tiempo de arrancar el Tintico, cuando era sólo cafetería. Oye, Maye ¿harás unas arepitas?, le pedía alguien; un ajiaquito, sugería otro. La chica llamó a su mamá y le pidió sus recetas. El chef Saúl Valdés, amigo desde el colegio, también le ofreció ayuda. Al poco tiempo viajó a México y le enseño algunos secretos. Hasta la fecha organizan un festival de comida colombiana cada año en el restaurante.
En un viaje a Colombia, Maye y Saúl fueron a una finca a cocinarle a otro amigo. La carne asada con yuca y ensalada fue el menú de la amistad. Sólo que ese día sobró mucho de ese tubérculo básico en la comida sudamericana.
“Y que vamos a hacer con toda esa yuca”, dijo la chica, que no le gusta desperdiciar nada. “Ahorita te enseño a hacer unas carimañolas”, contestó el chef.
Saúl molió la yuca y comenzó a hacer unos panecillos semejantes a las empanadas, pero los rellenó de carne. Cuando los comenzó a freír la colombiana se enamoró del aroma, así que al regresar a México trajo la receta para ofrecer los bocadillos tal como los venden en las calles de Cartagena.
“Carimañolas, patacones, arepas, empanadas, arepa de huevo, todo es cocina de calle y se llaman fritos. De hecho, hay un festival de comida de calle en Cartagena”, me cuenta Mayerli mientras observa mi antojo.
“¿Entonces me los puedo comer con las manos?”, pregunto con emoción.
Comer con las manos, tocar los alimentos, sentir si son rugosos, blandos, crujientes completa cualquier experiencia gastronómica, es dar un paso más allá de los sabores, los olores, los maridajes. Nos convierte de nuevo en niños que están descubriendo el mundo a través del tacto.
Probablemente algo similar sintió Gabriel García Márquez cuando tuvo los patacones en sus manos y en la boca. Una comida entrañable. Ahí estaba Aracataca, ese pueblo que abandonó a los doce años pero que siempre vivió en su alma. Ahí estaba la finca de la que tomó el nombre inmortal de Macondo. Ahí estaba su abuelo, compañero y confidente en la infancia. Ahí estaba su abuela y las historias sobre las guerras civiles en Colombia.
Tal vez al escritor le sucedió lo mismo que a muchos mexicanos que viven lejos del país cuando se encuentran con una tortilla. Qué importa que esté empaquetada o recién hecha. Esos alimentos sencillos, sin pretensiones, humildes y auténticos —como la tortilla de maíz, como los patacones— traen el terruño en cada mordida.
ACTUALIZACIÓN
“El pasado 27 de agosto el Fideicomiso del Centro Histórico notificó a la administración de Tintico, sobre su decisión anticipada, unilateral e inexplicable, de finiquitar el contrato que amparaba el uso del local en el que hemos desarrollado este proyecto durante 9 años, otorgando solamente 15 días naturales para entregarlo (fecha fatal que se cumple hoy 11 de septiembre), lo cual nos deja a la deriva y sin espacio físico para el desarrollo de las agenda programada… Es así como se le pone pausa a Tintico, un espacio cultural independiente con perspectiva migratoria y de genero, un proyecto ciudadano, autogestivo, de intercambio de saberes entre México y Colombia, en el que cocineras tradicionales, chefs, músicos, escritores, editores, fotógrafos, diseñadores, artistas visuales, gestores culturales, estudiantes y más de 250 mil visitantes hemos trabajado de manera colaborativa con propuestas expresivas, críticas y creativas, lejanas de estereotipos y prejuicios, que fortalecen los lazos de hermandad y cooperación entre países hermanos a través del ejercicio de los derechos culturales de los habitantes de la Ciudad de México”.
Fragmento del mensaje posteado por el Tintico en Facebook el 11 de septiembre de 2019.
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