Una buena canción nos ayuda a decir mejor aquello que necesitamos expresar. El cancionero popular y contemporáneo mexicano no es la excepción. En sus letras hay memoria y emoción. Por eso las canciones provocan afectividad a quien las escucha, porque llegan a reflejar su propia experiencia de vida. Las canciones que se han escrito acerca de la Ciudad de México, sobre todo durante el siglo XX, suceden en escenarios que infunden sentimientos de identidad a sus habitantes. Es el caso del metro, que ha inspirado a varios autores a lo largo de sus 50 años de vida.
El Sistema de Transporte Colectivo (SCT) Metro es más que una máquina de carga humana. Forma parte de la vida de los capitalinos. Es un reflejo de la propia ciudad, un microcosmos: es objeto de leyendas urbanas, lugar para hacer negocio, galería de arte, set de cine, comedor, supermercado, dormitorio, foro de conciertos, rincón para la ciencia, sufre de sobrepoblación, de robos, es alternativa para los suicidas, zona de prostitución, a veces hotel de paso, abunda el comercio ambulante, los accidentes en los trenes, las instalaciones dañadas y, en ocasiones, asesinatos.
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Dicen los investigadores colombianos Óscar Julián Cuesta y Alberto Gómez que las canciones expresan una idea de mundo, una lectura de realidad, en un momento dado, en una coyuntura, con lo cual da cuenta de aspectos de la realidad que, muchas veces, no son expresados por la historiografía oficial o por el periodismo mismo. Sin el metro la Ciudad de México no sería la misma.
Este gusano anaranjado que recorre las entrañas de la Ciudad de México y sale a tomar el sol en grandes avenidas como Tlalpan, Congreso de la Unión o Zaragoza es uno de los pilares del transporte público de esta metrópolis. Al año viajan en él más de mil 400 millones de personas, algo así como cinco millones de usuarios al día. Un mar de gente, como diría LiranRoll en la canción DF.
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Forma parte de la vida y conversaciones de los capitalinos. Si uno no sabe como llegar a un sitio determinado siempre surge la pregunta: “¿qué metro me deja por ahí?”. También sirve de referencia: “vivo cerca de tal metro”. Y que decir del reloj de todas las estaciones, un clásico punto de encuentro aunque marque de forma increíble las 27:93. Basta escuchar La pinta, de Café Tacvba para imaginar a los adolescentes que se escapan de la secundaria, sentados en el piso del anden, debajo del reloj electrónico del metro Chapulepec, mientras esperan al resto de los amigos para ir al bosque creado por Nezahualcóyotl, unos a divertirse en las lanchas y chapotear en las aguas verdes del lago y otros a caminar con el ligue y sentirse más maduros que los demás porque ya dan besos de lengua.
Desde muy temprano la gente lo aborda para llegar a sus trabajo y generalmente en él hacen el viaje de regreso a casa. Entre las seis y las diez de la mañana; y las cinco y nueve de la noche uno tiene que llevar una estrategia muy bien estudiada para abordar y descender del convoy. Primero, en el anden, colocarse casi al ras de la línea amarilla de protección para ser de los primeros en subir y con suerte alcanzar asiento. Una vez que las puertas abren, hay que meterse por una de las orillas, entre la gente que desciende, el marco de la entrada y esa persona que siempre viaja en la puerta del vagón —parece que es una secta que tienen como encargo divino ser el estorbo de la entrada—, inamovible pese a empujones, apretujones, pisotones, patadas y una que otra mentada. No sea que le pase lo que al michoacano inexperto sobre el que canta Bola Suriana en La ciudad de la esperanza, que por dejarse llevar por los gritos y empujones fue a parar quién sabe dónde.
Y precisamente esa es otra opción para entrar al metro: ponerse flojito y dejar que la gente lo conduzca a uno al interior del tren. O entre empujones y codazos hacer que ese pequeño hueco de 10 centímetro que queda en la pared de carne magullada y ropa arrugada alcance la longitud suficiente para que un cuerpo quepa, aunque uno quede prensado entre la puerta y con la cara a pocos centímetros de la axila del tipo que va medio detenido del techo. Tal vez por eso los Blues Boys gritaban en su tema La ciudad que no querían viajar en metro.
El 4 de septiembre de 1969, un convoy que salió de la estación Chapultepec hizo el viaje inaugural de la columna vertebral del transporte colectivo de la ciudad. En la estación Insurgentes recogió a sus primeros pasajeros: el presidente Gustavo Díaz Ordaz, el regente del Distrito Federal, Alfonso Corona del Rosal, su comitiva y reporteros que cubrían la nota. El tren, que portaba la leyenda “Carro 1, Tren Presidencial”, recorrió 16 estaciones hasta la terminal Zaragoza, donde fue recibido con aplausos. Juan Cano Cortés fue el conductor de aquella ocasión, aunque las crónicas cuentan que Díaz Ordaz lo manejó en un corto tramo.
Años después el metro no dejaba de sorprender a todo el que lo usaba. Chava Flores describe en Voy en el metro que era un transporte limpio, grande y rápido. Al bajar a los andenes los empleados notificaban al público no aventarse para entrar, además de advertir que por nada del mundo se les ocurriera bajar a las vías o podrían ser rostizados. Cobraba un peso y a diferencia de los guajoloteros, aquí no se permitía la entrada con animales, huacales con legumbres y bultos con carbón. Hoy al pasar por la estación Merced, uno tiene que lidiar con la gente y sus grandes bolsas hechas con retazos de costal, llenas de carne o verduras y demás productos que la gente adquiere para consumo o venta.
Al llamado cronista musical de la ciudad tampoco se le escapó que en el metro no había baños y entre líneas sugiere que antes de entrar hay que pasar al de la casa. Y aunque ya algunas estaciones cuentan con sanitarios, como Centro Médico, El Rosario y Bellas Artes, que el cuerpo exija realizar esas funciones mientras uno se transporta por los túneles es realmente un martirio. A veces las consecuencias las pagan las narices de otros usuarios. Mas vale perder un amigo que perder una tripa, dice con toda verdad la frase popular. Y aunque huela a patas y a mierda, a decir de la banda Síndrome del Punk en su canción El metro, esta máquina naranja es sensacional.
Chava Flores también nos habló de la diaria batalla que desde su inauguración libran los usuarios en el interior del vagón: que recórrase para atrás, que quítese de la puerta, que hágase para allá. Lo mismo nos describe la Botellita de Jerez en Heavy metro, quienes no pierden de vista a los policías, convertidos en arrieros de gente y sugieren que hay que cuidarse de los ladrones, que aprovechan las horas en que va totalmente atascado para despojar de la cartera, celular y otros objetos de valor al pobre ingenuo que los guarde en el bolsillo trasero del pantalón o va distraído planeando cómo llegar a la puerta y bajar del vagón.
Otros que sacan ventaja de las aglomeraciones son los llamados vagoneros: comerciantes ilegales en los trenes. Hasta 2017, según cifras de la entonces Secretaría de Seguridad Pública capitalina, fueron remitidos 14 mil 698 vendedores ambulantes del metro, sin embargo no precisó cuántos fueron reincidentes. De cualquier forma nos da una idea del número de personas que viven de la venta ilegal en el metro.
Y no sólo ofrecen pastillas, chocolates, Paletones y Salvavidas, como canta Café Tacvba en El metro. También están los que venden libros, recetarios, manitas rascadoras, micas protectoras para el celular, costureros, sopas de letras con su respectiva pluma y hasta pomadas con veneno de abeja para las torceduras. Pero los que de verdad se hacen notar son los vendedores de discos pirata o bocineros, quienes impiden el cierre de puertas porque a sus espaldas cargan, como si fuera una gran joroba, su voluminoso sistema de sonido en una mochila. Ya dentro del vagón suben el volumen, tan alto que llegan a cubrir sus propios gritos. Es tal el ruido que los dormilones despiertan sobresaltados. Cómo no hacerlo cuando la bocina está a unos centímetros del oído.
Muchos de los comerciantes ambulantes del metro, debido a las condiciones económicas imperantes en el país, han optado por esta actividad luego de perder sus empleos. El problema es que está prohibido, así que, como lo narra Jose Luis DF en Desempleado, los novatos deben cuidarse de los vigilantes y policías que los siguen de cerca y no terminar en el juzgado y con la mercancía decomisada. O de líderes de alguna de las asociaciones de vendedores ambulantes que controlan principalmente las Líneas 1, 2, 3, 8, y la Línea B en el tramo de San Lázaro a Garibaldi. La Linea 12 es la única de toda la red donde no hay comercio de ningún tipo.
El metro también es escenario para el amor. Sólo hay que mirar a parejas de todas las edades sumidas en arrumacos en un rincón del andén o del vagón. O a los que acompañan a la novia a la estación que está más cerca de su domicilio, aunque ello implique recorrer completa toda una Línea. Sin embargo, en el metro también hay rupturas. A veces el dolor del destrozado queda expuesto con marcador permanente en los tableros de avisos de los andenes o en un rayón en las puertas y ventanas de vagones. Cómo no conmoverse con un “Te amo Tania, no me abandones”, al que algún insensible le responde “A mí tampoco”. Bien lo dicen Los Lagartos en Metro busco amor: es la máxima expresión del dolor.
Lo han cantado Los Estrambóticos en Camino a ninguna parte y Su Mercé en Río Mixcoac: el metro se convierte en un valle desolado donde el despechado deambula sin destino fijo por los túneles, sin transbordar, y busca olvidar la sonrisa de esa que le partió el corazón con alguna otra chica que le de amor.
No faltara, como los escribe Enrique Quezada en Ese güey, quien se entere que la exnovia anda con alguien más y suelte, con todo ardor, que ese güey ni siquiera conoce el metro Bellas Artes, o que en alguna estación ella se metió al talón, como lo canta Alex Lora y El Tri en Metro Balderas.
Es muy probable que este corazón herido, tras salir del bar donde ahogó el presupuesto en alcohol y no las penas, se dirija al metro y termine en Tasqueña, tal como lo canta Jaime López en Órale alé, alé. Al final, como bien lo canta Rodrigo González en Estación del Metro Balderas, uno prefiere bajarse en Hidalgo o en dónde sea, pero no llegar a los andenes donde se reviven recuerdos que luego hacen a uno secuestrar un convoy.
En los vagones del metro también se han logrado éxitos musicales. Y no por lo bocineros, sino por los músicos urbanos que los ocupan como escenario. Acompañados de sus guitarras, a veces pandero o armónica, un micrófono y un pequeño amplificador ofrecen conciertos entre túneles. Para ellos una sonrisa es gratificante, aunque siempre es mejor un peso que no afecte la economía.
Tal vez la canción más popular del metro, sobre todo en la década de los 90, fue Historia de un minuto, compuesta e interpretada por David Garnica y su banda Efecto Tequila. Cómo no recordar a ese muchacho alto, vestido de negro, con cabello chino alborotado que, guitarra entre las manos, una armónica en el cuello y un silbido inconfundible, iniciaba la pieza sobre la chica que harta de la situación con su novio lo abandona y solo le deja una carta en el buró. Este tema es conocido como “La canción del metro” y en ese espacio el autor la compartió con la gente durante más de 20 años.
El metro tampoco puede escarpar a leyendas urbanas. En los 80 fue popular la historia de un hombre que subió en el metro Merced escondiendo en su abrigo dos manos de mujer bañadas de sangre y llenas de joyas. También se difundió el rumor de un sujeto que asesinaba a pasajeros empujándolos a las vías cuando el convoy entraba al anden. Otros cuentan que después de Cuatro Caminos hay una estación secreta en el Campo Militar número 1 para que, en caso de emergencia, el Ejército pueda trasladarse rápidamente al Zócalo. Tampoco faltan los relatos sobre ratas gigantes en los túneles y de niños que piden ayuda a algún adulto, el cual al agacharse para amarrar las agujetas o escuchar mejor al pequeño descubre que se trata de una espectro. Hasta la Virgen de Guadalupe se apareció en una lozeta del metro Hidalgo.
La historia de aparecidos más conocida cuenta que en el túnel que une a las estaciones Pino Suárez y Zócalo aparece el espíritu de un trabajador que murió atropellado por un vagón. Muchos ingenieros lo han visto y hasta han platicado con él creyendo que se trata de un compañero de otro turno. Parece que el único que sabe de un alma que anda en pena en varias líneas del metro es Alex Lora, pues en su canción El fantasma, nos habla de un espíritu que se la pasa recorriendo estaciones, túneles y vagones, y para pasar el tiempo escoge a un usuario al que acompaña durante todo su viaje.
Por su actividad diaria, en este transpote colectivo se han acuñado frases que inmediatamente nos remiten a situaciones que sólo se vivien en él. “Antes de entrar permita salir”, trae a la mente el momento en que uno se prepara para abordar o descender del vagón, y el “Permita el cierre de puertas” indica que algún necio no pierde la esperanza de entrar y pelear con las puertas y la pared humana, aunque la chamarra o el saco quede prensado entre las puertas durante el trayecto.
Los policías también tienen las suyas, sobre todo en horas pico: “caballeros a la izquierda, damas a la derecha”. Las de los pasajeros en vagón, como “¿baja en la que sigue?”; el angustioso “¡aquí bajo, dejen salir!”; y el contundente “si no quieres que te empuje vete en taxi”. Y qué tal las que surgen como epifanía en una conversación: “Ya no hay caballeros. Si hay, señora. Lo que no hay son asientos”.
También están las que utilizan el nombre del transporte para gritar consignas, como el “metro popular” después de un concierto masivo. Y la que creó Armando Palomas en La cumbia del masking tape, para mostrar su descontento contra la policía cuando actúa como instrumento de represión: “Si me encarcelan mañana que sea por metro Vallejo pa´ decirles en su cara pinche bola de pendejos”.
Cierto que en ocasiones hay personas que suben a este transporte sin pagar boleto, otros causan algún alboroto y unos más por irrespetuosos hasta los llegan a sacar, como lo cuenta Trolebús en Camas mal hechas. Sin embargo, nadie que haya vivido en la CDMX puede explicar la vida de esta ciudad sin este medio de transporte. Bien lo canta El Tri en Chilango exiliado: la sangre corre al ritmo del metro. Eso que ni qué.
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