En las salas de operación siempre hay un olor a desinfectante, alcohol, formol. No es mucho el tiempo que lo he percibido, pues las dos veces que he estado ahí, en pocos segundos la anestesia en forma de gas que aspiro a través de una máscara me duerme. Pero esta vez estoy despierto. Solo tengo anestesia local y distingo un aroma a antiséptico en el ambiente. Un cirujano y dos residentes manipulan mis genitales. Trato de ver lo que hacen a través de la lámpara que ilumina su área de trabajo pero el reflejo no arroja nada. De pronto un penetrante tufo parecido a los restos de plumas quemadas entra por mi nariz. No sé como reaccionar. Aunque quisiera hacer algo aquellos galenos me tienen, literalmente, agarrado de los testículos. Solo pienso en que ese es el aroma de la vasectomía.
Cinco años antes confesé a mi compañera de vida que quería hacerme el procedimiento. Yo no quería gastar tiempo, dinero ni esfuerzo en criar a un ser humano. “Espérate un poco”, me dijo, “qué tal si en una de esas me dan ganas”. Hice caso porque ella tampoco quería bebés y la probabilidad de un embarazo era muy baja debido a un padecimiento hormonal que sufre y veíamos como ventaja. Sin embargo, tentar al diablo tiene consecuencias y desde hace un año soy papá. No lo lamento, pero no me vuelve a pasar.
En México no tener seguridad social es el pase a entidades públicas de alto nivel como el Instituto Nacional de Perinatología (INPer). Debido a que mi compañera fue atendida ahí durante el embarazo y el alumbramiento, en automático fui considerado paciente en planificación familiar. “La vasectomía sin bisturí es un método anticonceptivo permanente para hombres que ya no desean tener más hijos. Es un procedimiento sencillo que no necesita hospitalización”, leí en un folleto que me obsequiaron cuando me presenté en el área y planteé que quería esterilizarme.
—¿Cuántos hijos tienes? —me pregunta la residente que llena mi expediente.
—Uno.
—¿Estás seguro que te quieres operar?
—Sí, muy seguro —mientras digo esto pienso que debí hacerlo desde que estaba en la universidad, cuando la chica con la que salía tuvo un retraso.
—¿No quieres tener otro? Porque ya no hay vuelta atrás.
Suelto un no definitivo. Es una de las pocas cosas de las que estoy convencido. Entiendo la pregunta. La vasectomía se recomienda a quien tiene al menos dos hijos y es mayor de 30 años. La mujer ríe antes de llevarme a una cama de exploración, pedirme que me quite el pantalón y la ropa interior y que me acueste para que palpe mis testículos y determinar si soy candidato al procedimiento.
En mi experiencia, cuando alguien me toca las bolas es porque estamos cogiendo. Por eso es muy raro sentir que una mano toca una de mis zonas erógenas sin que haya gozo de por medio. No me apena estar desnudo, pero he crecido en un mundo macho y me siento vulnerable ante tres doctoras residentes que alzan mi pene, tocan mis bolas, les dan un ligero jalón y le explican a la más inexperta dónde harán la perforación.
“Cuando hay algún obstáculo que no permita tener contacto adecuado con los cordones espermáticos; algún paciente que tenga un varicocele, es decir, várices en el escroto; que tenga un quiste muy grande en el escroto, que tenga una tumoración dependiente del epidídimo, del testículo, y que me dificulte la palpación de los cordones, procuramos no operarlos aquí. O bien, individuos que tengan el escroto extremadamente pegado a su cuerpo, muy recortado, que no me permita bajar al testículo con adecuada facilidad para poder cortar los cordones”, me explica el doctor Mauricio Osorio Caballero, encargado de mi operación, ginecólogo y biólogo de la reproducción del departamento de Salud Sexual y Reproductiva del INPer. “Simplemente con tocarlo te das cuenta si va a ser candidato a la cirugía”.
Yo soy un tipo promedio. Mis genitales también. Sin problema resulté candidato al procedimiento. Tampoco tenía que pagar los 16 mil 500 pesos que cuesta en algunos hospitales privados. La vasectomía es gratuita en el sistema de salud público mexicano y eso lo agradeció mi bolsillo. Dos semanas después estoy en la sala de espera de planificación familiar, con las bolas bien afeitadas, listas para el procedimiento. En este instituto practican de dos a tres vasectomías cada miércoles. El doctor Osorio me muestra algunos números. Solo en 2017 realizaron 51 procedimientos. En nada se compara a las 1,003 salpingoclasias —el método quirúrgico que se realiza a las mujeres, también llamado Oclusión Tubaria Bilateral—, los 1,189 tratamientos hormonales o las 1,145 mujeres que eligieron el DIU. La vasectomía representa apenas el 1.2 por ciento de los métodos anticonceptivos aplicados en el INPer. De hecho, en México, según la más reciente Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (2014), apenas el 2.7 por ciento de los varones nos hemos practicado una vasectomía.
“Entre más alto es el nivel cultural y socioeconómico del individuo, curiosamente, más se somete a la vasectomía”, me aclara el doctor Osorio. “En Inglaterra, por ejemplo, la tasa de vasectomías y salpingoclasias es muy semejante. Ahí te puedes dar cuenta de que el nivel cultural tiene mucho que ver, porque el varón ya no tiene tantos tabúes, se concientiza un poco más de su participación en este tipo de problemas y acepta el método con mayor factibilidad”.
Pienso en los tabués. Cuando pregunté en Facebook qué opinaban de la vasectomía hubo quien dijo que provocaba eyaculación seca, que estábamos hechos para procrear, que mejor cogiera con otro hombre si no quería tener hijos, que la fábrica no se cerraba o que pronto me darían la bienvenida al club splenda, por aquello de endulzar y no engordar. “Muchos infieren que vamos a cortar testículos. Otros piensan que la virilidad está vinculada a la fertilidad, que van a dejar de tener erecciones. Imagina el grado al que puede llegar la imaginación de un individuo. Hay quien piensa que va a ser sometido a bullying”, me dice el doctor Osorio, que también habla de científicos detractores de la vasectomía que la vinculan con cáncer de próstata o con ateroesclerosis. “Todo eso se tira cuando se descubre que hubo fallas en sus estudios, como una alimentación a base de grasas en los monos con los que experimentaron”.
Mientras sale el sujeto que entró antes que yo, una doctora me vuelve a preguntar si estoy seguro de la vasectomía. En mí no hay duda. Una hora después Graciela, la enfermera, me indica que pase al baño a orinar y después me conduce a la sala de intervención. Me pide que me desnude de la cintura para abajo y me da la bata azul que deja mis nalgas al aire.
Me acuesto en la plancha. Graciela levanta una sábana a la altura de mi cintura, como si fuera una pantalla. No podré ver nada de lo que ocurra allá abajo. Limpia el área con yodo, levanta mi pene, lo coloca sobre mi pubis y lo asegura con micropore. Una doctora lee mi historial clínico y de nuevo pregunta si estoy seguro de que quiero el procedimiento. Lejos de hartarme, me agrada que se cercioren que estoy convencido de la vasectomía. Al final la mujer me hace una pregunta que no esperaba: “¿Quieres alguna música en especial?”
Entrar a una sala de operación siempre me pone nervioso y esta vez más pues estaría consciente. Mi mente estaba tan ocupada en eso que hasta entonces me percaté que de la computadora que tienen ahí salía la voz de Bonnie Tyler y su melosa Total eclipse of the Heart.
—No sé —contesto con una sonrisa de desconcierto.
—En serio —insiste— si quieres alguna música en especial ahorita te la busco.
No se me ocurre nada. ¿Qué música sería adecuada para despedirme de la fertilidad? Dejo que las canciones ochenteras que suenan se conviertan en el soundtrack de mi vasectomía.
El doctor Osorio y sus dos residentes entran. Comienza el procedimiento. Me aplican la anestesia. “No vas a sentir dolor más que los tres piquetitos que voy a aplicar ahorita”, me advierte el médico. Me encuentro tenso; tengo la sensación de que mi espalda está arqueada pero no es así. Noto las piernas pesadas, los dedos de mis pies encogidos. Mis manos se agarran entre sí inquietas. Las inyecciones me dan miedo. Siento en los testículos tres pinchazos, como pellizcos. Siento también cómo trabajan. Graciela se acerca, me toca la cabeza y me pregunta cómo me encuentro. Tres veces hace lo mismo durante la operación.
El doctor Osorio explica a sus alumnas cómo hacer la pequeña perforación, cómo envolver al testículo para exponer los conductos, cómo ponerlos en los dedos, cómo cortar capa por capa el ducto que lleva los espermatozoides desde el testículo a la zona donde se almacenan antes de ser expulsados en la eyaculación. Sigue paso a paso el procedimiento que inventó en 1974 el médico chino Li Shunquiang, que eliminó el uso del bisturí en esta cirugía y que introdujo a México el Instituto Mexicano del Seguro Social en 1989.
—¡Ya lo vi! —dice emocionada una de las doctoras cuando mira el conducto —¿Hay que quitarle las capas, como una cebolla?
—Sí —contesta el doctor Osorio, a quien más de 700 vasectomías realizadas en siete años lo convierten en un experto en esta cirugía—, no tenemos prisa. Hay otros que lo cortan de un solo movimiento y eso ocasiona un poco de dolor en el paciente. Mete las pinzas por acá.
Yo escucho todo. Imagino que de mis testículos sacan hilos, los enredan en los dedos como si fuera el estambre durante el tejido a gancho, o que los conductos son como los cables de un radio viejo. Aunque la anestesia me ayuda a no sentir dolor, mis testículos sí tienen cierta sensibilidad. La piel nota el cambio de manos, pues una era más fría que la otra, además de sentir una pequeña molestia, como si me hubiera golpeado levemente las bolas.
Cierro los ojos, trato de distraerme. Percibo el olor chamuscado de plumas de pollo. Están cauterizando los cortes del conducto. Boy George canta Karma chameleon. Su voz ya es parte de mi vasectomía. Cuarenta minutos después salgo, camino lentamente porque siento incomodidad en la entrepierna. Me dirijo hacia mi hijo y su mamá, que están en la sala de espera. “Ahora sí, vas a ser hijo único”, le digo al niño.
Esa tarde la pasé con una bolsa de hielo entre las piernas. Sí tenía molestia pero no llegaba a ser un dolor insoportable. El hielo adormecía mis bolas, así que estuve sentado viendo a Rick y Morty. Un amigo también me habló de su experiencia y el dolor de huevos que tuvo durante la semana de inactividad. Yo salí ileso. Al amanecer del segundo día estaba como si nada hubiera pasado. Un pequeño trozo de micropore era la única señal de que había una milimétrica herida en mi morralito. No experimenté molestia alguna, a menos que hiciera algún movimiento raro. Así que me desesperé un poco por no poder coger de inmediato, correr, andar en bici o jugar a las luchas con el crío.
Tres meses después estaba en el laboratorio. Debían analizar una muestra para asegurarse que ya no nadaban entre el líquido blanco mis espermatozoides. Ese mismo día un papel certificaba que el conteo de mis células reproductivas era negativo. Las que siga produciendo los absorberá mi cuerpo.
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- Periodista, editor y productor de radio