Hace más de nueve años que Brenda comenzó la aventura. Fue de esas donde tienes claro el inicio, pero no el final. Desde los siete años el sueño que la perseguía en su natal Tegucigalpa, Honduras, era igual al de millones: llegar al país de las barras y las estrellas y, por qué no, acariciar la idea de vivir en un ambiente con mayores oportunidades, lejos de la violencia, el maltrato y la pobreza.
Tenía 28 años cuando tomó la firme decisión de abandonar a su familia, su casa y su tierra, esa que guardaba sus costumbres, sus sabores y sus más íntimos secretos, para emprender una travesía larga, llena de peligros, sinsabores y sorpresas. Eso no le importó.
“Cuando se decide salir es como no volver a ver atrás, es solo ver hacia adelante pase lo que pase”, me cuenta.
Brenda no miró atrás. Sólo miró las vías del tren que la harían llegar hasta donde su amiga la esperaría, cruzando la frontera de Ciudad Juárez. Nunca pensó que para llegar hasta ese lugar tendría que andar más de dos mil 500 kilómetros de territorio mexicano y que el móvil no era precisamente un transporte de lujo.
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Subió a “La bestia”, apodado también “El tren de la muerte”, y ahí comenzó su largo camino, que sólo duró cuatro días con sus respectivas noches, desde Guatemala hasta Oaxaca. Su cuerpo resistió las inclemencias del clima, el hambre, la soledad, el miedo, pero no el cansancio.
Una noche ya exhausta Brenda comenzó a soñar que sus pies estaban casi tocando los rieles del tren. No era un sueño: en efecto, sus pies estaban a punto de tocar el suelo.
“Yo me estaba cayendo, entonces empecé a gritar a mis amigos, que me ayudaran, pero ellos también se estaban cayendo. Y en esa desesperación, que yo veía que el tren casi me cortaba los pies, hice una oración y le pedí a Dios que me salvará. En ese momento sentí que alguien me levantó y me sentó. En ese momento decidí no seguir mi camino por tren”, me platica esta chica con un cierto aire de timidez. A partir de entonces continuó el viaje a pie.
Llegó al atardecer a un pueblo llamado San Juan, en Oaxaca, junto a casi 20 compañeros de viaje, de distintas nacionalidades, edades y condiciones. La recepción no fue la más agradable. Los lugareños les dieron la peor bienvenida: violaron a dos mujeres, golpearon al resto y luego el tiro de gracia, solo por pisar un territorio al que no pertenecían.
Milagrosamente ella y un amigo sobrevivieron a las balas, la persecución, la vejación y a la muerte. Su mirada profunda se pierde en el recuerdo de esos momentos, tal vez los más crueles de su vida. Hay infinidad de cosas a las que como migrantes se exponen. Cuando se es indocumentado, pierden toda noción del tiempo y de ellos mismos, pero pasado un período se dan cuenta, que ser ilegal no quiere decir que eres una persona que no goza de los derechos más elementales.
Brenda recuerda que después de eso, “por obra de Dios y con la ayuda de almas buenas y caritativas”, pudo llegar hasta Ecatepec. Ahí familiares de aquella amiga que la esperaba pasando la frontera de Ciudad Juárez le brindaron todo el apoyo, hasta que se repusiera y pudiera continuar su camino hasta la Unión Americana.
Sin embargo jamás retomó la ruta. Aquel pollero a quien contrató por más de dos mil dólares se esfumó; ya no había dinero que alentará acariciar aquella ilusión de ver a su amiga pasando la frontera mexicana. Además una severa tifoidea, resultado de la mala alimentación que tuvo desde que salió de Honduras, la retuvo. La enfermedad duró dos años. Las personas que le dieron hospedaje se convirtieron en su familia y le ayudaron a sanar tanto los estragos de este mal como las heridas del alma.
“Hubo muchos momentos difíciles en los que yo, de hecho, intenté suicidarme por como yo me sentía, no sólo por lo que yo había vivido de violencia intrafamiliar en mi hogar, sino la violencia económica también. Llega a ser el tipo de violencia que había vivido al momento de tránsito. Son muchas cosas. También viví una situación muy difícil en un trabajo, por de acoso sexual”, comenta.
Nunca pensó que fuera en México donde consumaría su sueño y encontraría las oportunidades que no tuvo en su país. Aunque las huellas de su tortuoso viaje siguen ahí, hoy Brenda goza de buena salud y tiene residencia permanente gracias a la información y ayuda consular del Colectivo Estación Cero. Es auxiliar administrativa en una refaccionaria en la colonia Doctores y espera algún día formar una familia. Ahora tiene un nuevo objetivo: regresar a su país para estudiar leyes y convertirse en defensora de los derechos humanos de los migrantes.
“No hay que preguntarnos qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por el”, me dicen con los ojos anegados.
Foto portada : CEPCHIS-UNAM