Desde hace unos años hay en México una fiebre del running, como muchos le llaman al correr. Todos corren. Hasta políticos mexicanos —como Miguel Ángel Mancera, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto— y figuras publicas se han sumado a este deporte. Para muchos es terapéutico, otros encuentran en él un vehículo para bajar de peso y unos más un espacio para socializar.
Todos llegaron ahí por una razón. El escritor Haruki Murakami cuenta que cuando cerró el bar, que también atendía, y comenzó a pasar bastantes horas en la mesa escribiendo, perdió condición física y empezó a engordar. Aunado a que le entraba duro al cigarro: como tres cajetillas diarias. “Fumaba 60 cigarros al día. Los dedos me amarilleaban y todo el cuerpo me apestaba a tabaco”, platica en su libro De qué hablo cuando hablo de correr.
Supongo que la mayoría de la gente, incluido yo, empezamos a correr porque, como el escritor japonés, ya cargábamos kilos de más: el sobrepeso nos llegó en algún momento. A mí fue hace unos 10 años.
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En 2008 comencé a trabajar en una dependencia de gobierno. En promedio cubría 12 horas al día cuando bien me iba. Era un horario de gallo a grillo, como decía un compañero. Había que ir a los eventos donde se presentaba el funcionario, estar frente a la computadora escribiendo lo que sucedía, revisar los discursos y más. Diario el hombre tenía una comida de trabajo, así que uno debía estar a esa hora laborando. Muchas veces me saltaba la hora de comida, no por gusto, sino porque el trabajo no dejaba tiempo, y en la cena el hambre hacía que me atascara de lo que fuera. No tardé en ganar peso. Mucho. Dos años después, en 2010, mi máxima expresión estaba en 96 kilos. Era parte de la estadística que colocaba a México como el país con mayor obesidad en el mundo, debajo de los Estados Unidos. Desde entonces el país se encuentra en ese lugar.
Necesitaba hacer alguna actividad. Unos años antes practiqué capoeira y quise regresar, pero los horarios en que se impartían las clases chocaban con los de mi trabajo. Lo mismo pasaba con el box o la natación. Alguien me dijo que corriera. Y por supuesto le dije que no. Que corran los caballos, reclamé. Para mi correr no tenía sentido. Entendía por qué lo hacían en otros deportes: en el futbol para ir detrás de la pelota y patearlo, en el americano para impedir que el que trae el balón anote, en el básquetbol para encestar antes que se acabe el tiempo. Pero correr nomás por correr, no le encontraba chiste.
Un día me vi al espejo y no me gustó el tipo que miré ahí. La ropa cada vez era más grande, mi aspecto también. Tenía una panza prominente, buenas tetas (cuando engordo eso me sucede) y problemas para respirar. Eran los inicios del 2012. Sony, mi compañera de vida, decidió cambiar de hábitos. Así que se inscribió en al gimnasio para cargar pesas. Entonces yo la acompañé. Quería volver a la talla que tuve tres años antes. No es que fuera un sujeto delgado, pero no tenía obesidad.
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Esa vez el instructor me llevó por algunos aparatos. Ejercité los brazos y las piernas. Al terminar sentía que mis extremidades temblaban. Al otro día no me podía mover. Era tanto el dolor que no podía ni siquiera llevar la cuchara del plato a la boca, caminaba como si me hubiera espinado los pies. Ni siquiera podía girar el cuello. Para voltear debía mover todo el cuerpo. Me molestaba sentirme así. Las pesas no eran para mi.
Sin embargo, ya había pagado el gimnasio. Iría pero no volvería a cargar peso. Para calentar el instructor nos hacia trotar unos minutos en la caminadora. Así, mientras Sony entrenaba con el hombre de las pesas, yo hacía algunos minutos en la bicicleta fija y después me pasaba en la banda. La primera vez que lo hice corrí tres millas, ¡casi cinco kilómetros! Me sorprendí. No imaginaba que yo pudiera correr tal longitud. Eso me motivó. Al siguiente día corrí la misma distancia. Así fue toda la semana. Luego comencé a jugar con el aparato ¿Cuántas millas podría correr si lo programaba 40 o 50 minutos? ¿O qué tal si aumentaba una milla en subida?
Al terminar el mes la caminadora ya no fue suficiente. Salí a correr al parque de enfrente. Media hora. Los accidentes del piso de cemento y tezontle, las pequeñas subidas, el piso de tezontle suelto hacían la carrera más difícil. Por primera vez el impulso lo hacían mis piernas y no la maquina. Terminé agotado y molido, pero a diferencia de las pesas, esta vez el dolor no me molestó. Me había superado a mí mismo. Descubrí que correr me hacía competir conmigo y nadie más. Y eso me gustó. Tenía 34 años. Comenzaba tarde en el running si pretendía ser profesional. Pero esa nunca ha sido la intención.
Durante tres meses corrí cinco kilómetros al día. Hasta que me harté de darle vueltas al parque. Entonces comencé a alejarme de mi zona de confort. De a poco me vi corriendo por las calles de la Ciudad de México. No me interesaba el tiempo, lo que quería era saber hasta dónde podía llegar. El entrenamiento me hizo perder peso y poco a poco dejé de cargar esos 96 kilos de humanidad.
Luego llegó la cosquilla de correr un maratón. Hoy llevo siete en mi cuenta, casi uno por años. Y me preparo con el equipo de Newton Running Project 42k CDMX 19 para correr la edición XXXVII del maratón de la Ciudad de México, el 26 de agosto. Es el séptimo en mi cuenta.
¿Porqué correr un maratón? Eso merece una explicación que les daré en la siguiente entrega.
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