Al escuchar la canción La esquina de mi barrio, de Chava Flores, de inmediato nos vienen a la memoria los cuadritos a colores de La familia Burrón, con los monos de Gabriel Vargas, donde Borola Tacuche, Regino Burrón, Macuca, Regino chico y Foforito conviven con el hambre nuestra de cada día, los camiones a reventar, los gandallas del barrio, las vecindades quintopatieras, los vendedores ambulantes, los tendajones y las pulcatas (que hoy casi no existen); en fin, todo lo que es posible encontrar en las colonias populares de la Ciudad de México, donde la familia Burrón se ubicó por muchas décadas. Solamente le faltó a don Gabriel retratar el fervor guadalupano en sus páginas, ya que sus personajes recurrían a San Nabor, un santo que no tiene bonos entre los mexicanos.
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Hemos querido iniciar con uno de los ejemplos más conocidos, aunque la verdad es que la historieta mexicana casi siempre se valió del paisaje defeño para retratar con tinta china sus barrios, vecindades, tipos populares, penas, alegrías y tristezas; algunas veces con argumentos rebosantes de tragedia, otras tantas con jocosidad y burla, sobre todo cuando aparecían vagos, teporochos, choferes de camión, prostitutas y todos aquellos tipos populares a quienes la historieta amplificó en sus defectos, para regocijo del público lector.
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Nos viene a la memoria un dibujante sensacional: Rafael Araiza Acosta, creador de un estilo surrealista al extremo, pero siempre fiel al entorno citadino. Casi todas sus historietas difundieron el lenguaje (con albures y caló) y los paisajes de la Ciudad de México. Desde 1953 publicaba La pandilla, A batacazo limpio (con el tema del box), después, Las comadres, las fieras del quinto patio y por los años ochenta, El mil chambas, máxima expresión de las desgracias que podrían ocurrirle a quienes llegaban de provincia. Araiza manejaba dos o tres acciones en cada cuadro, algo realmente difícil de expresar; no le importaba dibujar mujeres en el límite de la exuberancia, destripados, ojos salidos de sus órbitas para posarse en unas nalgas de enormes proporciones, borrachines mosqueados y, bueno, para qué seguir hablando de este dibujante enamorado de la ciudad, que terminó ilustrando libros de chistes colorados, todos de su invención.

Ahora bien, con un tono más serio, aunque cargados de tragedia, los libretos de la argumentista y editora Yolanda Vargas Dulché tienen como punto de partida la capital. Desde 1943 escribía las historietas Flor de arrabal, Alma del barrio, magníficamente dibujadas por Leopoldo Zea Salas, siempre ubicadas en el entorno citadino. Después, comenzó a circular Almas de niño, donde apareció el peculiar Memín Pinguín, personaje que con el paso de los años se convirtió en el protagonista de una historieta dramática y exitosa, desarrollada en las colonias proletarias del antiguo D.F. Por cierto, aún continúa a la venta, después de cinco o seis reediciones. Además la Hemeroteca Nacional acaba de digitalizar esta y otras historietas.
Doña Yolanda manejó con gran destreza el lenguaje del barrio sin haber sido parte de él (caso similar a Gabriel Vargas), pero sabía retratar el espíritu de la ciudad y con esta habilidad fincó su fortuna. Su origen clasemediero le permitió acercarse al mundo que describió en sus historietas, pudo asimilar y recrear un ambiente que nunca pareció falsificado.

Foto: Memo Bautista
Otro dibujante-argumentista-editor que explota las posibilidades sociales de la Ciudad de México, fue José G. Cruz. Perdón por la comparativa, pero bien podría ser el Juan Orol de la historieta, porque su obra gráfica tuvo muchos puntos en común con el cineasta cubano. Con la técnica del fotomontaje, publicó por los años cincuenta melodramones de historieta que se vendían como pan caliente, cuyos títulos lo decían todo: Sin rumbo, Tenebral, Ventarrón, Remolino, Mujer, As negro, Noche en el alma y muchas otras que incluso se convirtieron en guiones cinematográficos, pero siempre ubicadas en la ciudad y el ambiente nocturno de cabarets, hampones, mujeres sufridas y padrotes sin alma.
Aunque estos son los iconos de la historieta citadina más reconocidos, naturalmente abundan los ejemplos. Un caso concreto lo representan Los supersabios, de Germán Butze, que en apariencia viven en Picamosco, una ciudad costera; sin embargo, todo el paisaje evoca la avenida San Juan de Letrán y los barrios de clase media de nuestra ciudad, característicos de 1940 y 1950. Por otra parte, la serie Rolando el rabioso, de Gaspar Bolaños, que se desarrollaba en la Edad Media, en cierta ocasión hizo que sus personajes viajaran por el tiempo, para ubicarse en la “capirucha”, donde fueron víctimas de engaño, secuestro y un sinfín de broncas; lo curioso es que estos capítulos fueron editados hacia 1964.

La Ciudad de México no admitió ficción en la historieta. Por sí misma fue capaz de aportar lo real y suficiente para inspirar paisajes, personajes, situaciones y todo lo que se te ocurra, con el afán de divertir a los lectores. En otra ocasión hurgaremos en las páginas de otros cómics para seguir con el tema.

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- Cronista experto en música popular mexicana, gerente de la estación XEB (La B Grande de México) y fundador de la Asociación Mexicana de Estudios Fonográficos (AMEF).