Por Magalli Delgadillo
“Tú me hablas cuando tengas tiempo”, le dice Max a su cliente después de darle su número telefónico. Si le confirma la cita, Max enviará por mensaje la dirección y le aclarará que nunca debe revelarla. Cuando la persona llegue al punto acordado, Max le ofrecerá una bebida: vino tinto, mezcal o café.
El anfitrión por lo regular sólo conoce los nombres de los clientes y lo que buscan. Si a uno le interesa una edición de los setenta de Clásicos Inolvidables de Anatole France o comprar otro texto difícil de conseguir, es probable que Max lo tenga.
Maximino Ramos, Max, es el dueño de dos librerías ocultas —el Burro Culto y la Mula Sabia— y le gusta hacer sentir a las personas como en casa cuando las visitan. Estos dos espacios nacieron de la iniciativa de Max y el interés de sus compradores. Primero, su cliente Cruz Benítez buscaba una sección de primeras ediciones; luego, otro visitante sugirió colocar sillas para sentarse a tomar un café mientras se revisan portadas y páginas amarillentas; y por último el señor Rafael Barajas propuso la creación de una sección de hojas volantes y periódicos del Siglo XIX. Quería de cierta forma un lugar de discusión literaria.
En ninguna de las librerías que ya tenía Max era posible hacer esto por el reducido espacio. Por eso nacieron el Burro Culto, con obras firmadas, primeras ediciones, literatura e historia de México; y su novia, la Mula Sabia, con un acervo que comprende filosofía, temas escritos por mujeres, carpetas de arte, pintura, grabado, historia de las artes decorativas.
—¿Por qué el nombre del Burro Culto y la Mula Sabia?
—Una mula es un animal que no puede parir, pero tiene otras cosas importantes: es un animal vigoroso, muy fuerte y es una potencia como animal. Es la pareja del Burro Culto. Más bien, en lugar de buscar el insulto, se debe buscar apapachar con las palabras y no castigar. Entonces, yo prefiero un Burro Culto y una Mula Sabia.
El interés de Max por las historias en papel se remonta a su infancia solitaria, pero llena de las experiencias por su acercamiento a la literatura y los mapas grandes. Por eso cuando empezó a armar su propia colección de libros y veía que una obra se repetía decía: “¡Tengo que ayudarlo! ¡Tengo que resguardarlo!”. No quería dejar a ninguno solo: él no podía dejar huérfanos a los libros. Veía reflejada parte de su experiencia de vida, y la de muchos de sus compañeros de orfanato, en cada uno de esos materiales de papel que las personas dejaron o donaron por diferentes circunstancias. Así que comenzó a darles asilo en sus libreros.
—Siempre he considerado a estos hermanitos. No puedo decir ahí dejo a este librito a la deriva. ¡Tengo que ayudarlo! ¡Tengo que resguardarlo!
Max sabe que en el camino siempre se encontrará a alguien que se interese por ellos. No importa en la condición en la que se encuentren: rayados, tachados, con apuntes, dobleces… Al contrario, eso los hace únicos. Y en tiempos difíciles, como los que ahora vivimos a causa de una pandemia, los libros son una alternativa para escapar a una realidad alterna.
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Max, hombre alto y no tan delgado ni robusto, se formó sin saberlo como uno de estos comerciantes cultos desde niño. Desde muy pequeño no se acostumbró a la vida cotidiana, como dice, y se vio obligado a ser migrante constante entre el mundo de la literatura, cartografía, historia y la realidad.
En la década de los setenta Max formó parte de una lista larga de niños que habitaban en un orfanato de monjas en Puebla. Tras la muerte de su padre, la mamá de Max sabía que no podía darle educación a todos sus hijos o lo necesario para vivir. Optó por enviarlos a internados. Sólo algunos se quedaron a vivir con ella. Los demás fueron inscritos en distintas instituciones.
Max, menudo y de apenas tenía seis años, se quedó en un orfanato administrado por monjas. Para hospedarse ahí se debían cumplir algunas condiciones, como ser hijos de padres casados pero sin recursos económicos o ser huérfano de padre, madre o ambos.
Para el niño, a quien no le gustaba hablar con nadie, uno de los privilegios en su nuevo hogar era la biblioteca. Como el ser humano tiene la necesidad de entablar diálogos, él eligió platicar con cualquier montículo de papel donde viera palabras. De esta manera no sólo obtenía compañía, también viajaba y escapaba, por un par de horas de la vigilancia constante de religiosas que hurgaban en cada rincón de su consciencia con rezos, clases y lecturas de pasajes bíblicos.
“En la primera lectura siempre echas a perder varias. Se trata de curiosear, hojear libros que se te hacen aburridos por tener tantas letras amontonadas”, dice. Primero le gustaron los libros con ilustraciones. Conforme empezó a leer más, prefirió las letras a los dibujos. Y así pasó gran parte del tiempo en aquel lugar con muros de papel polvosos que él mismo sacudía y acomodaba.
Dos años después de haber recibido a Max, las religiosas desistieron de seguir asilando al niño. Se enteraron que su mamá, poco después de la muerte de su esposo, comenzó a vivir en unión libre con otro hombre, lo que infringía una de las condiciones del lugar.
A los ocho años el niño llegó a un internado dirigido por militares en la Ciudad de México. Ahí la vida era más ruda, pero tenía la satisfacción de no sentirse invadido en su parte espiritual. En la biblioteca de ese sitio descubrió otros temas como la literatura mexicana, la historia y la cartografía. Durante su estancia, Max recuerda haber estado en los talleres de peluquería, taquimecanografía y coro. En esta última clase le pedían no cantar durante las presentaciones, por lo cual, cada vez que alguien le pregunta sobre sus clases de canto dice que estudió aullidos 1, 2 y 3.
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Los internados que operaban entre 1915 y 1918 en México, como la Escuela Industrial de Huérfanos, admitía a varones indigentes entre 10 y 14 años. El Hospicio de Pobres alojaba a ancianos y niños de 7 y menores de 10 años y niñas mayores de 7 y menores de 14 años. Antes de cumplir 15 años todos egresaban con algún oficio aprendido durante su estancia, de acuerdo con el artículo Vivir en la orfandad, pobreza y hacinamiento. Los asilos constitucionalistas y las condiciones de vida y salud de los niños en la ciudad de México, 1915-1918, de América Molina del Villar.
Varias décadas después, las condiciones de egreso de estas instituciones cambiaron. Según recuerda Max, al ser una institución gubernamental la que tenía su tutela, podía salir al cumplir la mayoría de edad. Así que cuando cumplió 18 años ya era libre de los internados, pero no de la timidez que lo caracterizaba. Estaba harto de las múltiples explicaciones que siempre tenía que dar cuando le preguntaban por qué no hablaba mucho, por qué no quería ir a la fiesta o bailar, o por qué no le gustaba ir al fútbol. Un día descubrió que en el teatro y la interpretación de personajes podría proyectar mayor seguridad y soltura. Dejar de ser tímido por fuera.
Max estudiaba la licenciatura en la UNAM y su interés por los libros crecía, por lo que, poco a poco, fue armando su acervo. Como tenía que generar ingresos comenzó a escribir y vender sus escritos propios a escondidas, porque no estaba permitido en el taller literario al que asistía; realizaba labores múltiples en una oficina y ayudaba a un profesor a organizar los libros de su biblioteca.
Pronto comenzó a coleccionar varias obras que compraba en los tianguis de La Lagunilla, Tepito, en los remates, en las ventas de garaje o intercambiando. Fue así como llegó a tener 7 mil ejemplares de diferentes temas.
En una ocasión un amigo ingeniero le propuso asociarse para armar una librería. Max, de 27 años, pondría en venta toda su colección y su socio el capital. Así fue como nació, hace 21 años, El Hallazgo, Librería de Paso. El negocio fue fructífero, tanto que pudieron abrir otros cuatro locales.
Un par de años después, su socio no lo fue más. Max se quedó con El Hallazgo y su socio con las otras tres librerías. Para entonces Max ya sabía negociar y adquirir materiales de valor. “Es como cuando el pianista que ha practicado constantemente se dice que está en dedos”, dice. Así es el librero. Ha manejado tantos materiales. Si una edición es muy grande, se ha reeditado muchas veces, no puede tener un gran valor económico. Tampoco si tiene algunos ligeros levantamientos, manchas de óxido.
El sueño de nuevos hogares para libros no terminó con la inauguración de El Hallazgo. De 72 librerías de viejo que, aproximadamente, hay en la capital, según el Mapa de Librerías de Viejo de la Ciudad de México, un censo realizado por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM- Cuajimalpa) en 2016, actualmente, Max es dueño de 5 locales: El Hallazgo, en la Condesa; La Niña Oscura, en Santa María la Ribera y Jorge Cuesta, en la colonia Juárez. Los otros dos espacios son El Burro Culto y la Mula Sabia.
Max Ramos tiene la esperanza de que, cuando la pandemia por coronavirus pase, se suban las cortinas de sus locales para que sus libros huérfanos sigan siendo adoptados.
- El hombre que alberga libros huérfanos - 18/03/2021
- Fan y aprendiz eterna de periodismo.