Azcapotzalco, al norte de la Ciudad de México, tiene en su pequeño centro comercios de tradición que hablan de la identidad de. Cómo no hablar del Mesón Taurino, donde se inventaron las gaoneras, esos tacos de filete de res jugoso; o de la nevería El Nevado, donde aún se respira aire de los años 50. Por supuesto están sus tres cantinas tradicionales: el Dux de Venecia, La luna y la Cervecería Toluca, que cuentan parte de la historia de este antiguo pueblo que alguna vez fue el lugar de descanso de Porfirio Díaz y las familias ricas de la capital.
Regularmente los chilangos relacionamos las cantinas tradicionales con el Centro Histórico. No se trata de un error. Ahí se originó la Ciudad de México y por tanto nacieron los primeros lugares para convivir y beber. Pero no es el único sitio con este tipo de locales que rayan los cien años de edad. Para muestra las cantinas de Azcapotzalco, establecimientos que son más que un refugio para los chitololos, los auténticos habitantes de esta demarcación.
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Cervecería Toluca
“Yo llevo 40 años viniendo acá. Pero según los antiguos tiene más de 80”, me cuenta don Gabriel Maldonado, un bebedor de 65 años que desde sus 20 frecuenta la Cervecería Toluca, en la calle de Reforma, casi esquina Miguel Hidalgo. El hombre recuerda cuando la barra era de madera, las mesas parecían gabinetes con asientos de vinil rojo; cuando en las paredes no había pantallas planas para ver el futbol y en lugar de las copas llamadas bolas, la cerveza era servida en pequeñas jarras de medio litro. “Estaba bien sabrosa, costaba diez o quince pesos”, dice con nostalgia.
A la Toluca la hace su gente. Fidel, uno de los meseros, lleva casi 30 años sirviendo cerveza a los clientes. Luego de tanto tiempo se ha convertido en amigo de los parroquianos. Habla con camaradería y ya sabe qué cerveza y que comida pedirá cada uno en cuanto los ve entrar.
Goyo es el amo de la barra y al cocina. El toma los tarros congelados de una nevera y sirve en ellos la cerveza que de inmediato hace sudar al contenedor. En la cocina da la sazón a las carnitas, a las manitas de cerdo en salsa verde, a los caracoles con mole, al pescado frito de los viernes, a la pancita de los sábados. Hace más de 30 años Goyo trabajaba en otra cantina. Un día tuvo un malentendido con sus jefes y renunció. Para aliviar su pena llegó a la Toluca a beber un poco. En eso andaba cuando el antiguo dueño del establecimiento lo vio y le preguntó qué estaba haciendo por ahí y no en el lugar donde laboraba. “Pues ya no trabajo allá”. “Si quieres vente a chambear acá”, le propuso el cantinero. Desde entonces Goyo calma la sed y el hambre de los parroquianos de la Toluca.
Mari es una mesera que le pone sazón al ambiente. Llegó apenas dos años atrás, aunque frecuentaba la cantinas desde que era una adolescente 14. El ambiente del lugar la llevó a trabajar ahí. Disfruta de su trabajo. Se nota desde que uno entra. “Cómo estás, manito”, es lo primero que uno escucha. Siempre sonríe, baila huapango cuando los músicos urbanos llegan a la cantina pasa sustituir la salsa de la rocola. Cuando Goyo no está ella cocina.
En esta cantina Nicolás ‘El Chintololo’ Morán, una de las glorias mexicanas del boxeo, que tuvo grandes enfrentamientos con el Kid Azteca, dejó buena parte del dinero que ganó sobre el ring. Se cuenta que el día que murió lo encontraron en la calle. Su cuerpo estuvo a punto de terminar en la fosa común pero personal del Consejo Mundial de Box reconocieron su cuerpo en la delegación y pagaron los gastos funerarios.
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El Dux de Venecia
En el Dux cualquier momento es bueno para apaciguar la sed peligrosa, pero si da después de la una de la tarde es mucho mejor, porque a esa hora ya está preparada la botana, caliente y llenadora. Picosita para que amarre mejor el guiso con el alcohol. Hay un platillo estelar para cada día de la semana: los frijoles charros, el chicharrón negro, las albóndigas rojas con mucho chipotle, el caldo tlalpeño, las quesadillas de sesos, el mole de olla, la pancita para curar la cruda, la colita de res, los caracoles con mole y más de cien recetas caseras.
Este centro para bebedores ha resistido el paso del tiempo, a pesar que la edificación primaria que albergó a la cantina desapareció en la década de los 50. “Antes estábamos aquí mismo, pero se tiró la construcción original para construir estos edificios”, me cuenta Enrique Escandón, dueño de la cantina, mientras señala los cambios que tuvo el negocio en su remodelación. “En vez de estar hacia el fondo, estábamos allá, de forma horizontal, de la esquina hasta un poquitito acá. En esta ubicación, con salvedades de decoración y una barra diferente, estamos desde 1952”.
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La leyenda de la familia Escandón narra que en 1865 llegó a México un comerciante italiano, veneciano para ser más precisos. Decidió establecer su negocio de ultramarinos en la municipalidad de Azcapotzalco. No hay mucho que escarbar para saber por qué este migrante le dio a su local el nombre con el que se conocía al máximo dirigente de la República de Venecia hasta el Siglo XVIII.
En el Dux hay que comer caracoles y tener a un lado un trago color verde radioactivo en un vaso para jaibol: el limón, su bebida emblemática, que no sabe a alcohol pero que pega sabroso. Este lugar se da el lujo de tener otra bebida auténtica: la prodigiosa, hecha con un licor fabricado con una yerba amarga del mismo nombre. Para suavizar el amargor, en el Dux le agregan anís, vodka y unas gotitas de Fermet. Básicamente es su versión del coctel conocido como piedra.
La Luna
Esta cantina parece que siempre ha estado ahí: a un costado del Jardín Hidalgo y casi frente a la Parroquia y exconvento de San Felipe y Santiago Apóstoles. Los parroquianos que rebasan los 60 años la vieron desde que eran niños y muchos aseguran que a sus padres les pasó lo mismo. A La Luna todos la conocen pero nadie sabe cuando se fundó. Aunque sospechan que tiene como cien años.
Para la gente que no frecuenta Azcapotzalco pueda pasar desapercibida. En la esquina de Miguel Hidalgo y la avenida Azcapotzalco hay una casona con 200 años de antigüedad. De un lado está una vinatería y del otro una pequeña tortería donde las de pulpo, de pierna ahumada y de bacalao son un agasajo. Hasta aquí no hay nada que indiqué que ahí haya algo parecido a un bar. Solo hasta que uno pone atención, mira dentro del restaurante unas escaleras. Son las que conducen a la cantina La Luna, donde una escultura de la Virgen de Guadalupe da la bienvenida a sus devotos que gustan del alcohol.
“Cuando empecé a venir la cantina era un espacio muy pequeño en la tortería”, me dice don Sergio Olivares, un parroquiano con más de 10 años visitando La Luna. “Yo era cliente de las tortas. Había que hacer cola para comprar una”, cuenta don Darío Garibay, otro cliente de la cantina. “Era muy chiquita. Un día con unos amigos vimos que la gente subía. Así que nos ganó la curiosidad y descubrimos todo el bar”.
La Luna, a diferencia de otras cantinas, es un lugar al que la luz del sol la hace ver resplandeciente. Por un lado se puede ver parte del templo construido en el siglo XVI, en cuyo atrio fueron vencidas las tropas realistas durante la última batalla por la Independencia de México, en 1821. Al otro lado uno puede ver cómo se desarrolla la vida popular alrededor del kiosco del Jardín Hidalgo, la plaza principal del antes pueblo de Azcapotzalco.
A pesar de la vista, no hay mejor lugar que la pequeña barra, donde Héctor, el joven cantinero del lugar siempre tiene buena platica para aquel que decide acompañarlo mientras prepara tragos. “Hay bares donde no te permiten tomarte un alcohol en la barra. Aquí sí”, me platica don Darío mientras da un trago a su vaso de whisky con agua mineral.
En los años 70, uno de los dueños de La Luna tenía una vinatería frente al antiguo edificio de gobierno delegacional, que hoy es la Casa de la Cultura de Azcapotzalco. Se cuenta que el político Tulio Hernández Gómez, entonces delegado en la demarcación, les compraba grandes dotaciones de licor para las fiestas que ofrecía a sus colegas y otros invitados. Gracias a esas ventas la cantina pudo crecer.
La comida también distingue a esta cantina. Mari, la cocinera, no tiene un menú definido por días. Así que prepara platillos según se presente la ocasión: chiles rellenos, sopa de papa, chamorro, pollo en salsa verde, sopecitos… En fin. Que su comida de cantina se acompaña muy bien con los tragos.
Pero lo que en verdad hace auténtica a La Luna es la camaradería. Es un lugar que acoge a sus clientes. De tanto verse los parroquianos se vuelven amigos y la cantina se convierte en una parada obligatoria antes de ir a sus casas. “Aquí todos nos conocemos —me dice don Darío— porque todos vivimos aquí, en Azcapotzalco”.
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