Si vas a “El Oasis” acércate a la barra, recarga en ella un poco el cuerpo y pide un tarro lleno de la bebida que se vende en este lugar. Sin perder tiempo Moisés te servirá el brebaje frío color ámbar oscuro en el contenedor de vidrio. Si no hay más clientes que atender, platicará un rato contigo, dejará escapar su acento golpeado, con ritmo, igual al resto de los habitantes del occidente del país. Si le pusiéramos tambora sus palabras sonarían a canción. Solo que Moisés León no es cantinero ni despacha cerveza. En su pequeño local del mercado Hidalgo, en la colonia Doctores de la Ciudad de México, vende tepache, una de las bebidas fermentadas más tradicionales en el país.
Moisés mete una medida como de medio litro a la gran olla de aluminio de unos 100 litros donde se encuentra el tepeche fresco, enfriado con un trozo grueso de hielo. Es una especie de taza alargada del mismo material. Toma un tarro de la barra y me sirve tepache. Le doy unos tragos. El dulce, el gusto a piña y tamarindo, la notas acidas producidas por la fermentación, todo me transporta a la niñez, cuando acompañaba a mi abuelita al mercado de la Portales y me compraba un tepache como premio por cargar las bolsas. De tres tragos me acabo el contenido de mi recipiente. También es adictivo: pido más. Me pregunto si con este resurgimiento de las bebidas artesanales mexicanas, como el pulque o el mezcal, al tepache pronto le llegara el momento de ser valorado en su justa medida.
La gente no para de entrar a la tepachería. Pocos se quedan a beberlo ahí, la mayoría lo pide en vaso o bolsa para tomarlo durante su camino. Pasan por igual trabajadores y locatarios, los empleados de las refaccionarias y negocios que se ubican al rededor del mercado Hidalgo, los niños de la primaria que está a un costado del estacionamiento, el señor que viene desde San Luis Potosí por mercancía. Moisés sabe que debe estar ahí para atenderlos a todos, no los puede decepcionar. Para él, aunque vendiera un solo vaso al día, valdría la pena si la gente se va contenta.
“De hecho es lo que más me agrada a mí —me dice— ver a una persona, sobre todo que tienen mucho tiempo que no lo bebe, que pruebe el tepache que hacemos y haga esa expresión de ¡ah, no mames, está bien chingón! No sabes, se ve la felicidad de una persona al tomar una bebida tradicional que no puede conseguir en otro lado”.
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El tepache se bebe frío y se disfruta mejor con unos tacos al pastor, carnitas, suadero, una torta de milanesa, una quesadillas, una gordita de chicharrón. De hecho, se consigue en los lugares donde venden esta comida; también en la calle y en los tianguis, donde los vendedores transportan el barril en un triciclo de carga o una tabla con ruedas y lo sirven en bolsa transparente con popote y un trocito de hielo. No es curativo como algunas personas creen, en todo caso es la piña la que ayuda a limpiar el riñón. Lo que sí hace este brebaje, y muy bien, es quitar la sed.
El tepache se obtiene de la fermentación de frutas como la manzana, la guayaba o la naranja, aunque la más utilizada es la piña. Se dice que se preparaba ya en los pueblos prehispánicos fermentando maíz triturado, de ahí que su nombre en náhuatl sea tepatli, que significa bebida de maíz. Sin embargo, cuando llegaron los conquistadores europeos y comenzaron a explorar América, transportaron la piña desde Brasil y Paraguay al norte del continente. Su sabor y, sobre todo, su alto contenido de azúcar favoreció su utilización en este elixir refrescante.
Pero de esto poco o nada sabía Alfredo León Salazar, el abuelo de Moisés. Don Alfredo llegó con su esposa y seis hijos a la Ciudad de México en la década de los 50. En los Altos de Jalisco, su tierra, no tenía qué comer. A veces solo había una cebolla para toda la familia. Dejó su pueblo y buscó mejores oportunidades en la capital mexicana. Acá encontró un trabajo vendiendo tepache y gorditas en las calles de la colonia Hidalgo, hoy la Doctores. Luego de unos años el hombre compró su propio barril para preparar el tepache, mejoró la receta y salió a la calle a vender su producto. En 1960, don Alfredo fue visitado en su puesto callejero por uno de sus amigos, encargado de los locales del recién creado mercado Hidalgo. Le ofreció un espacio. El tepachero no estaba convencido. El amigo hizo todo lo posible para persuadirlo y le propuso un trato difícil de rechazar: un tepache frío y un par de gorditas a cambio del lugar. Los locales los había puesto el gobierno para liberar la calle de vendedores. Así don Alfredo inició un negocio con el cual sacó de la pobreza a su familia y heredó un oficio a sus hijos y nietos.
“Mi abuelo fue el que empezó, luego mi papá, incluidos todos sus primos, tíos. Toda la familia ha llegado a trabajar aquí al menos unos meses. La receta la tratamos de tener igual y lo que podemos mejorar pos lo mejoramos. Aunque ha llegado gente que mi abuelo, de ser tan sociable, se las dio casi casi con las cantidades: que cinco gramos de esto, cinco gramos de aquello. Hasta cuando llegó esa persona me dieron ganas de decirle: dónde vives para ir a asesinarte —Moisés ríe. Cuando se calma suspira—. Aunque la supieran, hay mucha gente que ha tratado de copiarla pero no les sale”.
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Aunque es muy popular por su sabor dulce y su casi nulo porcentaje de alcohol —solo uno por ciento, hasta los niños lo consumen—, en la Ciudad de México casi no existen locales donde se sirva exclusivamente esta bebida. La entrada de la industria refresquera al país en la década de los 50 provocó que el tepache poco a poco fuera quedando relegado, al grado que actualmente quedan menos de diez tepacherías, dedicados exclusivamente a este producto. El Oasis es uno de ellos.
El lugar huele a dulce, a fruta, despide un ligero aroma a fermentación pero no es desagradable. El olor provine de los siete barriles donde se está llevando el proceso de degradación de la piña y demás frutas que lleva la receta que esta familia ha conservado por 59 años, durante tres generaciones. Don Alfredo ya no está, murió hace algunos años y hace cuatro el señor Adolfo, el papá de Moisés, también falleció.
A fuerza de estar en el negocio Moisés se volvió experto en tepache. Pasó la niñez en Jalisco, pero hace 14 años, al cumplir los 18, su papá lo trajo a la Ciudad de México y de inmediato lo puso a trabajar en la tepachería. Luego optó por estudiar ingeniería, no por convicción, sino porque tenía que estudiar algo, pero le ganó el gusto por el tepache. Si no le hubiera entrado al arte de la fermentación de la piña, con la muerte de don Adolfo, su papá, tal vez se habría perdido la receta familiar de la bebida.
“Ahorita yo le estoy metiendo al tepache piña, tamarindo y manzana en vez de naranja. Modificamos la receta porque queríamos saber qué pasaba. De hecho fue mi papá el que dijo vamos a cambiar esta fruta por esta otra a ver qué sabor queda. Y ha quedado muy bien. El tepache se puede hacer con cualquier fruta. La base es la piña pero se puede hacer con guayaba, con plátano. Quiero probar, hacerlo con piloncillo. Aquí no lo hago porque tendría que colocar una olla, calentar el piloncillo, derretirlo. Tardaría horas estarle meneando: a ver a qué hora te deshaces, cabrón, ya me tengo que ir, ya son las ocho y yo cierro a las seis. Son de esos detallitos que sí podría hacer si tuviera un laboratorio dónde experimentar”.
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Moisés llega a las nueve de la mañana a su negocio. Levanta la cortina de metal y, como no tiene puerta, salta sobre la barra para ingresar al lugar rodeado de barriles verdes y repisas que sostienen los vasos de litro y medio litro de unicel y unos pequeños garrafones de un galón para los clientes que quieran llevar de a mucho. Sonrío al ver las coloridas botellas pequeñas de uno de los refrescos más populares entre los niños que nacieron en la década de los 80: las Chaparritas.
Los barriles los consigue en Arandas, un pueblo atestado de tequileras, ubicado en Jalisco. Contrario a lo que muchos piensan, la familia León los compran nuevos. Los que ya fueron utilizados para elaborar tequila no les sirven, afectarían el sabor y la calidad del tepache. El barril debe estar prácticamente virgen porque en la madera se impregna el aroma, la forma, todos los elementos que se le vertieron mientras trabajó con otra sustancia. En cuanto los tiene en su poder Moisés limpia el interior de las barricas, les quita los residuos de carbón y les da un tratamiento, secreto de la familia, como le enseñó su abuelo a su papá y su papá a él. Los barriles chicos tienen capacidad de 50 litros mientras a los mas grandes les puede caber de 200 a 250 litros, aunque se ven iguales, pues miden más o menos 1.30 metros de alto, solo que algunos tienen más panza que otros.
Llega un señor y pide un tepache. Moisés lo atiende pero nunca pierde el hilo de la plática, no deja de hablar. Nunca. Cambia por breves momentos la mirada hacia su cliente para preguntar si quiere su bebida en vaso, bolsa o tarro; recibir el dinero, darle el cambio y decirle un “qué le vaya bien, jefe”.
“El tepache es muy delicado para trabajar —cuenta—. Un día a un tío, así nomás, se le ocurrió ponerle limón al barril. Si lo debo echar después, pos se lo pongo de una vez, dijo mi tío. Se echó a perder ese tepache. Lo tuvimos que tirar todo. Cuando lo vieron parecía pulque, estaba como baboso. Y el tepache debe ser líquido, como agua. Mi papá era el encargado del negocio y tomó la decisión. Por un solo limón tuvieron que echar a la basura todo un barril”.
El tepachero agrega al contenedor de madera agua, varios kilos de piña rebanada con todo y cáscara, tamarindo y manzana. Después le añade el azúcar y tapa la mezcla con una cubierta de madera del tamaño de la boca del barril. Parece hechicero preparando una pócima en caldero. No le invierte más de una hora a esta tarea. Lo que si lleva su tiempo es el proceso de fermentación para que se haga el tepache. Moisés no hace la bebida al día. Siempre tiene que estar pendiente del clima, las fechas festivas, las vacaciones. Piensa a futuro. Con la habilidad que le dio la carrera de ingeniería en energía que estudió en la UAM-Iztapalapa, calcula cuántos litros va a vender en la semana, hace una estadística y prepara el tepache para que esté cuando él lo necesita.
Cuando el mejunje está listo coloca en una olla de aluminio una manta para que ahí se quede la espuma y la fruta degradada y pase limpia la bebida. Y éste es el otro secreto del negocio: saber en qué momento de la fermentación el tepache va estar en su punto, ni tan fuerte porque se pasó en la fermentación, ni tan tiernito que solo sepa a agua con azúcar. Los que venden en la calle tienen un sabor ácido porque se han dejado fermentar de más. Probablemente lo hicieron un día y no se vendió, tal vez al siguiente día tampoco se terminó o quizás lo mezclaron con el nuevo, pero la fermentación sigue su proceso. Al final, después de una semana, el tepache acumulado tiene un gusto avinagrado, un tanto agrio, debido al ácido acético. Por esta razón los abuelos antes de tomar el tepache le agregaban unas gotas de limón y bicarbonato de sodio, porque éste último neutraliza el ácido y provoca que no sepa tan fuerte. Moisés y su familia tratan de hacer el tepache en termino medio, para que al que le guste tierno esté feliz y al que le guste fuerte igual. Si por alguna razón se les pasa la fermentación, agregan del tierno para que más o menos se arregle. Sin embargo, es muy difícil porque luego, luego se empieza a fermentar.
“Un día llegaron unas clientas rusas. Se llevaron el tepache y decían que ahí en su país había una bebida muy similar, que la dejaban dos, tres semanas, ¡semanas! —Moisés enfatiza, no puede creer que alguien deje tanto tiempo fermentar la piña—. Todavía le ponían más fruta lo dejaban en una olla de barro para que fermentara más. Ellas, literal, querían vinagre, tal cual. Lo dejaban dos, tres semanas debajo de su mesa para que fermentara y después ya se lo tomaban. A ellas les gustaba que quemara en la garganta”.
Llevo tres tarros de tepache. Podría tomar más. El problema es que este local de mercado no tiene baño. Debo ir hasta el otro lado del centro de abasto para entrar a uno que me cobra cinco pesos. Y esto de tomar tepache en un local es como en cantina: si uno se sale del lugar se pierde al halo que envolvía el momento. Ni modo, no puedo ignorar al cuerpo. Pago mis tepaches. Camino rápido. Otro día seguiré con la platica de tepachería. En cuanto alivie la vejiga iré por unos tacos que me acaban de hacer ojitos.
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- Periodista, editor y productor de radio