—¿Y tú que piensas de las barras?
Me pregunta El Huesos. Medito la respuesta mientras lo observo. Es un hombre de veintitantos, delgado, en el pecho tiene tatuado el escudo de Centro Unión, primer nombre del equipo mexicano de futbol América, fundado en 1916. No espera mi respuesta. “Ya sé. Todos los medios piensan que somos unos borrachos, ladrones, pandilleros, drogos. Y, bueno, sí hay algunos pero no todos”. Sonríe mientras mira de reojo al fondo del autobús que nos lleva del norte de la Ciudad de México al sur: al Estadio Azteca. “Acá hay de todo: hay unos que sí se dedican a asaltar camiones en la semana, otros son choferes, mensajeros o hasta oficinistas, como El Árbol”.
El Árbol tiene 30 años. Es alto, esbelto, nariz chueca, usa lentes oscuros, dice ser contador, camina dando trompicones por el pasillo del camión.
El Huesos y el Árbol son los líderes de la zona norte del Ritual del Kaoz, la barra brava del América, que se enorgullece de ser verdaderamente popular a diferencia de La Monumental, la cual recibe apoyo de la directiva. Dentro del universo cultural de las barras ellos sobresalen por su marginalidad. La mayoría son la mera banda: provienen de barrios populares, no tienen credenciales y se ubican generalmente en las zonas altas de los estadios.
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Iniciación
Sábado, medio día. Se reúnen en un anodino parque público en Azcapotzalco. “¿Quién es este pendejo?”, escucho murmurar cuando me ven llegar con una playera amarilla y el inconfundible aire del forastero. Prendo un cigarro para darme confianza y me dirijo a quien parece su líder. El Cráneo me mira de reojo, llama a otros cuatro fulanos e intercambia con ellos algunas palabras.
—Está bien, carnal. Te damos chance de ir con nosotros, pero para que no haya pedo con la banda tú dirígete sólo a nosotros” —señala a otros cuatro líderes. Me ofrece una caguama tibia.
—¿Quieres chela? —bebo para sellar el pacto.
En el parque retumban los bombos y las trompetas. Todos cantan: “Llega la banda más loca de todo el Azteca, la que paga su entrada y no pide una mierda ¡Hoy te venimos a ver!”. Arriban dos camiones y varias patrullas. Los policías se bajan para vigilar a distancia.
Dentro del transporte, con las banderas ondeando por las ventanas, sentados arriba de los asientos, continúan los cantos:
“¡Vamo, vamo azulcrema. Vamo, azulcrema, vamo a ganar! Somos el Ritual del Kaoz, somos el pueblo y el carnaval”.
Uno de los barristas se hace de palabras con un policía. El Pelos, otro líder, interviene. El uniformado le advierte: Que no se pasen de verga. Todavía que les dejamos hacer sus desmadre se ponen al pedo. Diles que le bajen de huevos o me los llevo.
Los camiones tardan en arrancar; no se completa el dinero. “Cámara banda, cooperen, no se hagan pendejos, bien que traen varo para la mona pero no quieren poner ni un peso pa´ el camión”, arengan los dirigentes a todos. Finalmente juntan poco menos de la tarifa prometida inicialmente y nos vamos.
Arriba del camión es difícil respirar. El aire está viciado por el sudor de más de 40 personas, la cerveza, el tabaco, la marihuana y el activo. Jóvenes, en su mayoría hombres de los 13 a los 30 años, viajan como cada 15 días al llamado Coloso de Santa Úrsula. Muchos ni siquiera traen boleto para el partido, por eso hay prisa, para darles tiempo de talonear y sacar para su entrada. A mitad del camino se arma la bronca. El Árbol interviene. Separan a un chico de unos 16 años quien peleaba con otro por un trozo de algodón con activo. “¡A ver, banda, no mamen! ¡Miren cómo se ponen con la mona! ¡Cálmense, piensen! ¡Si traen mona se monean, si no traen mona no se monean!”. Algunos le chiflan, se burlan. ¡El Árbol para presidente!, gritan desde atrás. Él sonríe. Sentencia su discurso con una frase de tintes juarenses: “El respeto a la mona ajena es la paz”∫. Pero solo ríe. Camina tambaleándose por el pasillo, estira la mano, alguien le pasa un pedazo de papel y él inhala.
El Huesos dice tener novias en cada estado de la república. Lleva más de diez años metido en la barra, comenzó desde chavito. Me habla al tiro: reconoce los vicios en las barras pero defiende su pasión, me habla del carnaval, del orgullo azulcrema. Le gusta la cumbia villera, género proveniente de argentina, igual que la cultura de las barras, los cantos y la batucada.
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Cuando arribamos al estadio me bajo con él y lo sigo por las calles aledañas. Llegamos a un bar donde tomamos otro par de caguamas mientras esperamos la hora de ingresar. Ahí me presenta a otros dos tipos. “Estos son los meros capos del Ritual —dice en voz baja—. Nada más a estos no se te ocurra decirles que eres reportero”, me advierte. Yo asiento, coopero para las cervezas y platico con EL Huesos sobre las principales amistades y enemistadas de la barra, en este último rubro sobresale una: La Rebel, de Pumas.
En la tribuna no hay banderas, ni trompetas, ni bombos. La directiva americanista los prohibió por disturbios meses atrás. Por eso las barras cantan: “Yo quiero que vuelvan las banderas, los bombos y la fiesta también, no importa lo que diga De Luisa, yo nunca lo voy a obedecer…”.
Yo sigo los cánticos, es fácil aprendérselos, es inevitable contagiarse del espíritu del carnaval. El desarrollo del partido no es tan importante. Claro, estamos aquí por eso, no dejan de celebrarse goles y buenas jugadas. Pero aquí no vienes a ver el partido, vienes a alentar, a gozar de la fiesta y a romperte la madre.
“Aguas, aguas, ahí viene la judicial”, grita entre risas El Pelos mientras se acerca un hombre rechoncho vestido de traje. Es el Guagua, otro de los líderes de la zona norte del Ritual. Trabaja como gerente en una casa de empeño; hoy tuvo que ir a la inauguración de una nueva sucursal por eso lleva disfraz de ejecutivo: camisa almidonada, traje negro, corbata.
El partido termina con una victoria: 3-2 sobre Morelia. De regreso en el transporte todo es felicidad. Algunos comentan la victoria del Ame y los goles de Oribe Peralta, el Hermoso, pero la gran mayoría sólo piensan en una cosa: el siguiente partido.
Las circunstancias me arrastran a una famosa unidad habitacional en Azcapotzalco. Ahí, resguardados de la lluvia bajo el toldo de una tienda de abarrotes, tomo otro par de caguamas con El Guagua y otros compas del barrio. Me platican de su afición, de otras personas de la colonia aficionados a diferentes equipos. Pasa un niño fan del Cruz Azul, se burlan de él, le recuerdan la final de Clausura 2013. El pequeño está triste, ellos se arrepienten. Se respira camaradería, casi me siento uno de ellos.
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Excomunión
Quince días después regreso al mismo parque. Ahora el Ritual toma tintes de guerra: es el Clásico Capitalino. La rivalidad entre América y Pumas va más allá de lo deportivo; la batalla real no es entre dos equipos de futbol, es entre dos de las barras bravas más grandes y peligrosas del país.
El Cráneo está arriba de un pasamanos, desde ahí ondea una bandera amarilla con las siglas RK en azul. “¡Venga cabrones! ¡Pongan huevos!” grita, mientras otro sujeto avienta al aire trozos de papel amarillo. Suenan tambores, trompetas, cantos: “¡La puta Rebel, la policía, ya todos saben que son amigas!”. Los patrulleros vigilan de cerca. El Cráneo les devuelve la mirada, bromea con ellos. “Esos de la Rebel son puros porros, en cambio acá si hay delincuentes de a verdad. ¿O no?”, ríe.
Yo miro desde lejos. Estoy solo. Esta vez nadie me ofrece cerveza, todos me miran con recelo. Días atrás intenté hablar por teléfono con los líderes barristas para concertar una cita, pero nunca obtuve respuesta. Llegué de improviso nuevamente, pero ahora ya saben quién soy y no parece alegrarles mi visita. El Cráneo y el Pelos me saludan, hablan entre ellos, me piden dinero para mi boleto y desaparecen. Temo ser víctima de una estafa.
Hay menos gente. Minutos después llegan dos camiones, uno está vacío, pero el otro viene lleno de barristas provenientes de la zona conurbada del Estado de México. Entre ellos viaja EL Huesos. Me mira sorprendido, no me esperaba otra vez aquí. Ni él ni nadie.
Tras varios minutos El Huesos se me acerca.
“Mira, te voy a decir la neta, acá atrás está uno de los patrones, no te puedo decir quién es, pero no le late que estés aquí. Mira, admiramos que eres persistente y por eso vamos a dejar que nos acompañes otra vez, pero no queremos fotos, ni que salgan nuestros nombres, ni nuestros apodos, ni ninguna otra información sobre nosotros. ¿Entiendes?”.
Asiento. Trago saliva. Tengo la boca seca, me urge un poco de alcohol.
Dos cervezas después abordo nuevamente el camión. Esta vez las cosas son diferentes. No dejan subir a nadie sin antes pagar sus 30 pesos del transporte. Aunque aún es posible ver a uno que otro dándole a la mona, ahora son menos. Saco la cabeza por la ventana para respirar. Un tipo me mira fijamente. No quiero generar suspicacias, por eso canto y brinco, mientras el camión entero tiembla: “Oh, oh, oh, oh, el que no salte es un gato maricón”.
En la explanada del Estadio Azteca se juntan varias zonas del Ritual. Suenan las trompetas nuevamente, los tambores, las voces se unen en un canto de guerra: “Cuando Pumas fue campeón, ¡la puta que los parió!, ha pasado tanto tiempo, no recuerdo qué pasó, me contaron que hubo fiesta en toda la universidad, sin saber que al poco rato los íbamos a matar. Tú eres así: ¡Pumas culero! Eres la mierda del país del mundo entero”. Brincamos bajo la lluvia, truenan un par de cohetes y el humo se hace denso. El resto de los aficionados intenta guarecerse bajo las lonas de los múltiples puestos. Miran de lejos el ritual, temerosos.
El Pelos y el Cráneo reaparecen, me dan mi boleto y desaparecen otra vez. Miro el ticket, no tiene el mismo precio que me cobraron, tampoco el de hace quince días. Aunque el Ritual del Kaoz asegura no recibir dádivas como otras barras, tampoco es un misterio que ser jefe de una barra es un negocio: no se harán ricos, pero seguro sacan para las chelas. Logro llegar sin dificultad al túnel 48 después de pasar por tres retenes, en el último incluso me quitan las botas para revisar adentro de las mismas.
Ahora sí hay banderas. En el transcurso de la semana los líderes de las barras llegaron a un acuerdo con la directiva para permitirles volver. De alguna manera debían contrarrestar la presencia de la Rebel, la cual llena la cabecera sur del Estadio. Sobre la marquesina del túnel se paran El Cráneo, El Pelos, el Huesos y otros dos. Alientan al resto de los barristas a cantar con fuerza. “¡¿A qué vinieron chingada madre?! ¡Si solo se van a quedar sentados viendo el partido mejor se hubieran quedado en su casa!”, los increpa El Pelos. El Huesos, de espalda a la cancha, levanta los brazos con las manos extendidas, estira el cuello, salen sus venas, su cara se contrae en un rictus guerrero mientras grita desaforado: “¡Ponga huevos, chingada Madre!”. La barra se enardece:
“América, te llevo en el alma y cada día te quiero más. Vamo, vamo, vamo Ame…”.
Cuando en la cancha hay pocas emociones, éstas estallan en la tribuna. Un sujeto de otra zona del Ritual se asoma por el túnel, provoca al Pelos y compañía. Cualquier cosa, una seña o algo así, basta para prender la mecha. En tropel bajan todos para encontrarse en los pasillos entre los túneles 47, 48 y 49. La pelea no es contra barristas de otro equipo, ni siquiera contra otras barras como La Monumental o Disturbio; la lucha es entre miembros del Ritual del Kaos de diferentes zonas.
Antes de terminar el primer tiempo regresan poco a poco; están entusiasmados, exudan adrenalina, gozo y algunos un poco de sangre en el rostro. A nadie le importa el partido, hablan animados sobre la batalla recién librada. América pierde con un gol de Pumas en los últimos minutos. Por unos instantes reina el desconcierto, el abatimiento es evidente en los rostros.
La policía cierra las salidas de los túneles. Un operativo organizado por el gobierno de la Ciudad de México da las pautas para que primero desalojen el inmueble el grueso de los aficionados, luego los miembros de la Rebel y finalmente, una hora después, las barras del América. Buscan evitar la guerra.
Mientras esperamos, la mayoría se sienta por primera vez desde nuestra llegada al estadio. Apretujado entre el Pelos y el Cráneo, los escucho hablar sobre la pelea de la tarde y otras gloriosas batallas, como les dicen: una contra la Rebel, otra en Puebla, otra contra los de Atlante. Narran orgullosos sus hazañas, especialmente aquellas que implican el robo de algún trapo, como llaman a las mantas con las insignias y nombres de las barras.

Cuando salimos del estadio ya es de noche, muchos están cansados y de malas; recordar la derrota no ayuda. Al llegar a la explanada busco al Pelos y al Cráneo, nos despedimos fríamente. El primero todavía se anima a decirme que si quiero puedo regresar en quince días. Yo recuerdo el rostro de un tipo que se acercó a mí y al Huesos cuando éste había terminado de advertirme sobre las fotos y los datos precisos.
— ¿Éste es el periodista? —preguntó con la cara altiva y los puños cerrados, listo para enfrentarme. El Huesos lo detuvo, le pidió calma, aseguró que ya había hablado conmigo.
— No hay bronca —sentenció alejándose con el fulano mientras éste me señalaba con el dedo índice para recordarme el trato.
Me alejo del estadio. No le dije al Huesos que no estoy invitado a volver.
