I
“Si eres racista, vete de mi concierto”, dice Tash Sultana antes de la primera canción. “Si eres misógino, vete de mi concierto. Si no te identificas con tu género —recalca— aquí eres bienvenido”. Es 14 de marzo. Ya pasan las 9:30 de la noche. Más de 3 mil personas aprueban en una ovación ese mensaje de tolerancia. Es una buena señal del recital que esta chica ofrecerá por primera vez en México.
Tash Sultana es australiana, activista del movimiento LGBT y multinstrumentista. Tiene 22 años; estuvo clavada en un viaje de hongos alucinógenos por más de nueve meses. Le enseñaron de nuevo a comer, a hablar, a tocar la guitarra.
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“Yo era una completa drogadicta”, dijo durante una entrevista para The Feed. “Completa. Consumía de todo, además de heroína”.
Empezó improvisando con un looper y cuatro instrumentos en las calles de Melbourne, en 2017, frente a un centro comercial donde una transmisión en vivo la volvió un personaje viral. Su estilo también es perfomance. Cuando toca, en los momentos álgidos, brinca de un lado a otro, sacude las rastas, cierra los ojos, agita la guitarra con los brazos hacia el frente como si sus vísceras ardieran, se lanza al piso en un ataque de paroxismo sin perder el control de los pedales.
Apenas un año después, tras dar tres conciertos en Europa, realiza una gira internacional por Estados Unidos y Latinoamérica. “En redes sociales muchos de mis seguidores son de aquí, de México. Así que tuve que venir”, dice.
Janna, mi novia, sabe sus letras de memoria, letras donde no abunda la estética lingüística pero sí una calidad musical a la que yo atribuyo cualidades paranormales. Letras que Janna baila a contraluz dominada por una sonrisa.
II
Llegamos al auditorio Black Berry , en la colonia Condesa. “Un lugar nice donde no los van a asaltar”, dice Ramón cuando detiene el taxi.
Bajamos, le digo que venga por nosotros a media noche. Localizamos el acceso a la pista y terminamos perdidos frente a un puesto de comida diminuto, con azulejos amarillos. En la entrada un mendigo baila y se toca la pinga. Falta una hora para el concierto y nos sentamos a beber cerveza, a comer tacos, a admirar el espectáculo. Media hora después, cuando ubicamos de nuevo la entrada, nos acomodamos en una fila configurada principalmente por adolescentes que fuman y beben con sigilo tragos de botellas escondidas en papel de estraza. En todas partes huele a mariguana. Cuando lo descubro a cada esquina abro las fosas nasales e inhalo con felicidad.
Una sombra encapuchada susurra: “¿Tienes boleto? ¿Te sobra boleto?”.
Janna y yo compramos los boletos hace seis meses. De saber lo fácil y efectiva que era la reventa —dice El Economista que casi el 40 por ciento de los boletos se venden de forma clandestina— los habríamos comprado in situ. Graniza. Los vendedores de playeras cubren los puestos con sábanas de nailon. Yo dejo que las pelotas caigan sobre mi lengua, que se estrellen en mi rostro. “Este es el sueño de los entes tropicales”, me digo. “Conocer el frío, ser abofeteado por el granizo en la Ciudad de México”.
Todo aquí es estímulo e incertidumbre. Las calles se dilatan y derivan en vecindades o barrios inaccesibles. Los rostros se suceden sin parar. No los veré de nuevo y pienso en la intrascendencia, en la muerte, en lo diminutos que resultamos planteados en una estadística de nueve millones de habitantes.
Un adolescente escupe atrás de nosotros.
—Está bien fuerte esta mierda, carnal —le dice a su compañero.
—No mames, güey, si solo tiene diez por ciento de alcohol.
III
Tash Sultana penetra la cortina de humo. Levanta la guitarra como un cuerpo inerme. Tiene un poncho rojo y la correa del instrumento es un cinturón artesanal chiapaneco. “Esta es la experiencia del poncho”, dice, con mal acento español. Corona sus rastas una boina y viste bombachas de cirquero. Las manos, que bailan en la primera fila, pretenden tocar sus pies descalzos. Su música —rock psicodélico— me remite por inercia a MGMT, Tame Impala, a los míticos Pink Floyd.
En la tarima hay diez instrumentos además de los seis pedales —cuatro guitarras, trompeta, saxofón, teclado, batería, flauta peruana, bajo— y una mesa con dos calaveras de barro que miran directo a la audiencia. Ella acopla los instrumentos uno a uno. Los maneja sola. No es comprensible, en primera instancia, el intersticio, ese relativo vacío que da pie a la siguiente canción, de Notion a Big smoke, de Big smoke a Jungle. Es un suerte de canción larga que cambia gradual, atómicamente. Y la guitarra sirve de hilo conductor.
“Yo no hablo español. Diganle a alguien cercano que les traduzca esto”, pide en inglés. Una mujer altísima con los ojos llorosos piensa que no entendemos. “Dice que no habla español, que hay que traducir lo que va a decir”, nos dice. Janna y yo reímos aislados, apenados, obligados a estar detrás de mil espaldas mientras nos equilibramos en una escalinata para ver el escenario completo.
Tash Sultana habla entre canciones. Mensajes a favor de la independencia emocional, del activismo LGBT, del feminismo. A veces igual glosa sobre trivialidades que de cualquier forma aplaudimos hasta destruirnos las manos.
“La soledad es la libertad”, dice.
IV
Cuando vuelvo del baño y pretendo atravesar la multitud para llegar con Janna, alguien grita:
—Pinche macho empujón.
—Solo quiero llegar con mi novia —digo.
—¡No es tu novia¡ ¡No es tuya! ¡No es de nadie!
Ignoro los gritos. Con una cerveza en la mano, una pinta de 120 pesos, me impulso para alcanzar a Janna. Pese a las revisiones de la entrada, en los destellos estrambóticos descubro personas que fuman porros o acomodan líneas de perico sobre sus palmas. El ambiente, sin embargo, es de armonía.
Tash Sultana lanza una baqueta al público. Al día siguiente nos enteramos que le rompió el labio a una chica afortunada.
—¡Janna! —grito— ¡No me dejan pasar!
V
Un sujeto montando en los hombros de otro vocifera: “Te amo a la verga, Tash”. La multitud ríe. Aplausos rampantes.
Tash Sultana hace un brinco mortal al otro lado del escenario y cae de rodillas. Se levanta. Echa el pelo hacia atrás. “Gracias”, dice y camina hacia la salida. Para a calzarse las sandalias. La gente grita, exigen para que los entienda, para que la australiana recapacite: “One more, one more, please, Tash”. Pero ella sigue.
Cuando abre la puerta que lleva al camerino vuelven algunas luces. Aún venden cerveza. Los asistentes muestran con lámparas la salida. El granizo dispersa a la multitud y nos encajona bajo un toldo. Persigo otro refugio con la vista hasta que descubro a Ramón. Sacude la ceniza de su cigarro y señala la puerta del auto.

- Mateo Peraza Villamil (Mérida, Yucatán, 1995). Ha publicado en medios impresos y digitales, como en Memorias de Nómada, Efecto Antabus, Revista Marabunta y el portal informativo Homozapping. Becario del PECDA en la categoría de Jóvenes Creadores (2017-2018). Cursa la licenciatura en biología en la Universidad Autónoma de Yucatán.