Por Memo Bautista
Zaire llegó a nuestras vidas en una época en que la violencia que impera en este país tocó a nuestra familia. Sony, mi compañera, estaba muy triste y coincidió con que mi hermana mayor ya no se podía hacer cargo de él. Y aunque la primera semana no se llevaron tan bien, ese cocker de mirada traviesa se encargó de alivianar la pena que Sony cargaba.
Apenas tenía un año cuando se nos unió. Yo lo conocí desde cachorro. Siempre fue querido. Mi hermana menor lo cargaba cada que llegaba de trabajar, como si fuera un bebe. A Zaire se le quedó esa costumbre. Amaba estar en brazos. Mi sobrino lo cargaba también. Lo tomaba como Rafiki a Simba cuando lo presenta a los demás animales. De hecho, simulaba esa escena del Rey León.
Mi mamá fue la primera mamá de Zaire. Ella lo educó. Y a él nunca se le olvidó: cada vez que ella venía a casa, Zaire se acercaba para echarse a sus pies. Zaire también tuvo de cachorro un mejor amigo. Era un pato, otra mascota de mi madre. La convivencia los hizo compañeros. Cuando mi mamá lavaba el corral del ave, el pato se refugiaba en la casa de Zaire. El cachorro jamás intento morderlo. Al contrario, se ponía contento y se echaba a su lado. Cuco, como se llamaba el pato, empezaba a espulgar al perro. Se querían. Eran cómplices.
Esa era una característica de Zaire: hacía amigos. Hasta la vecina que a Sony y a mí nos reclamó que no podía dormir porque hacíamos mucho ruido en nuestras sesiones de sexo, se derritió cuando vio a Zaire por primera vez. Entonces dejó de molestarnos.
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Él era mi amigo, mi compa. Se quedaba conmigo en las noches, que es cuando escribo. Le encantaban las fiestas porque todos le daban de comer. Nos poníamos pachecos juntos viendo películas. Lo único que Zaire no quiso hacer conmigo fue correr. Eso no le gustaba. Corría tras la pelota y sus juguetes, pero hacer una distancia no era una actividad que le agradara. Se echaba y yo tenía que arrastrarlo para que siguiera. Al final paraba el entrenamiento, que había durado 10 minutos, lo cargaba y lo llevaba a la casa.
Zaire fue un sobreviviente. Tenía un soplo en el corazón desde que nació. Además tenía un testículo dentro de una pierna. Se perdió una vez que me confundió y se fue siguiendo a alguien más. Atravesó las transitadas calles del Centro Histórico de la Ciudad de México para llegar sano y salvo a casa. Una vez recibió una descarga eléctrica. No se pudo mover por dos días; su cuerpo se llenó de cristales de ácido láctico. Una inyección de su veterinaria lo alivió. Después de eso agarró un segundo aire. Tuvo varios tumores, propios de su raza. Ninguno fue maligno. Sobrevivió a todo menos al tiempo. Ese es implacable.
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El día que murió ya no podía caminar. Llevaba un par de días sin querer comer. Yo le preparaba su caldo de pollo con verduras, le desmenuzaba la carne porque sus dientes ya no podían rasgar y su hocico ya no tenía fuerza. Rechazó un trozo de pollo y de zanahoria, que le encantaba. Sony, mi hijo y yo lo llevamos con su veterinaria pensando en que le diera vitaminas o algo para que comiera.
—El soplo del corazón ha empeorado. Es probable que tenga un problema renal o hepático, ha perdido mucho peso. Hay que hacerle exámenes de laboratorio —me dijo su doctora.
Le pregunté si eso lo reanimaría. Le conté que ya no quería caminar, que ese día amaneció mojado, que un día antes lo bañé porque se resbaló mientras hacía del baño y se batió en sus propios excrementos. Me escuché a mí mismo y entendí que Zaire me estaba diciendo que era suficiente. Días antes hablé con él en su última caminata en la calle. A medio paseo se quedó parado y después se echó. Ya no quiso caminar más. Lo cargué y le dije que cuando estuviera listo para irse me avisara. Que todo iba a estar bien.
—¿Qué hacemos?
—Lo que tú me digas. No podemos detener su envejecimiento. El promedio de vida de un perro como Zaire es de 15 años y el ya tiene 18. Si quieres podemos intentarlo.
Salí con Zaire en los brazos a hablar con Sony. Y mientras lo acariciábamos decidimos que no podíamos hacerlo sufrir más. Someterlo a análisis y alargarle la vida una semana sólo nos haría sentir bien a nosotros.
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Entramos al consultorio. Deposité a Zaire en la mesa, la misma donde muchos años antes entre Sony, la veterinaria y tres personas más no pudieron inmovilizarlo para revisarle las orejas. Cuando Sony me contó eso yo me sorprendí, porque su doctora lo examinaba sin problemas cuando yo lo acompañaba.
Zaire estaba echado, cansado. Sus ojos parecían cristalinos, como si tuviera lágrimas. La doctora puso un catéter en su pata izquierda. Yo tomé su cabeza entre mis manos. Quería que estuviera tranquilo, que no tuviera miedo, que se sintiera como esas veces en que se recostaba en mi regazo y yo lo acariciaba hasta que se quedaba dormido.
—¿Están listos? —dijo la veterinaria—. Perdón uno nunca está listo para esto.
Asentí. Ella inició el procedimiento. Muchas gracias, le musité a Zaire sin dejar de acariciar su cabeza y mirarlo —lo que me permitían los ojos anegados—. Él se veía relajado. Sus ojos se cerraron. La doctora puso su estetoscopio en el pecho peludo de mi amigo. Ya está descansando, me dijo.
Abracé a Sony. La abracé fuerte. El nudo que tenía en la garganta se desató y lancé un lamento, así como cuando era niño y no podía contener la emoción. La voz entrecortada, el rostro mojado.
Ha pasado una semana desde que Zaire no está en casa. Raras veces lloro cuando alguien muere. Sin embargo, aún se me quiebra la voz y me escurren lágrimas cuando hablo de él. Y eso está bien. Fue la última lección de vida que me dejó mi perro.
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- Periodista, editor y productor de radio