En su libro Sitios de rompe y rasga en la Ciudad de México, el maestro Armando Jiménez, cronista del populacho mexicano, escribe que las cantinas en México son diferentes de las de todo el mundo, porque aquí uno no viene a tomar sino a platicar. Si uno observa bien, en esos lugares nadie está solo; un “¡Salud!” propicia la amistad, el compadrazgo, la pachanga. Basta darse una vuelta a las del Centro Histórico y entrar a esos locales que se fundaron hace poco mas de cien años
Ahí está La Potosina, en la esquina de Jesús María y Zapata, a unas tres calles detrás del Palacio Nacional, en la zona de comercio popular del Centro Histórico de la Ciudad de México. Está rodeada de vendedores ambulantes que ofrecen todo tipo de mercancías, desde ropa, bolsas, perfumes y tenis pirata, hasta fundas y accesorios para celular. Afuera del local colocan a diario, sobre una mesa, una figura de la Santa Muerte, del tamaño de una persona. Ahí llegan sus devotos a santiguarse y pedirle los proteja en su trabajo, sea lícito o no. En la mente de mucha gente que camina por ahí, aún persiste la creencia que en esta zona hay balazos y trompones, pero no es así.
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“Ahora ha habido tours porque se ha abierto más este corredor que hicieron hasta la iglesia de la Santísima. La gente empieza a conocer un poco más. Entra más turista, entra más gente distinta y se da cuenta de que no es como les platican”, me cuenta Roberto Solórzano, segunda generación de una familia que adquirió la cantina en los años 70. “Podrá verse a lo mejor feíta en la cuestión de que todos están acostumbrados a las cosas moderna y aquí está todavía manteniendo su estilo viejo”.
La Potosina es una cantina legendaria. Desde 1890, ahí se han dado cita personajes que ya forman parte de la historia de México. Incluso en 2010, como parte de los festejos del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución, recibió un reconocimiento firmado por el entonces presidente Felipe Calderón por su trayectoria centenaria y por ser testigo de acontecimientos históricos en nuestro país. No es raro suponer que Antonio Rivas Mercado, el Dr. Atl o Diego Rivera, que en algún momento dirigieron la Academia de San Carlos, la primera escuela de arte en América, que se encuentra a espaldas de la cantina, llegaran a tomarse un trago años antes que la familia Solórzano la administrara. Se cuenta que también fueron clientes Fidel Castro y el Che Guevara y que entre la cerveza y la botana, Lee Harvey Oswald planeó el asesinato de John F. Kennedy. A Roberto le toco servirle tragos al escultor Sebastián, antes que alcanzara la fama, y al cronista Armando Ramírez, quien es su amigo. El cantinero sabe, porque se lo contaron sus descendientes, que Zapata también pisó el local durante su estancia en la Ciudad de México en 1914.
“Un día llegó un chavo, se sentó ahí en la mesa de la ventana. Estaba bien sacado de onda. Le empecé a hacer plática porque lo vi muy triste y me empezó a contar que se acababa de morir su abuelo, quien fue mano derecha de Zapata. Me platicó que venía recorriendo todo lo que él le platicaba, dónde estuvo con Zapata. ‘Mi abuelo me cuenta que de aquí, de la mesa de la ventana, mandó Zapata a fusilar a dos prisioneros que le habían traído. Por eso me vine aquí’, me dijo. Ahí te reafirman lo que te habían dicho, porque es gente que no conoces y que te cuentan la misma historia”, me narra emocionado el cantinero.
La Potosina no sólo se roza con la historia, también lo hace con el futbol. La familia Solórzano es aficionada del equipo Atlante y durante la década de los 90 don Roberto, el patriarca de la familia, y uno de sus hijos iban a los entrenamientos e invitaban a los jugadores a visitar su taberna.
“Un día estaba yo aquí tranquilamente y dije ‘Ah, chinga’. Vi entrar a Félix Fernández y a Graniolatti. Empecé a platicar con ellos, nos empezamos a hacer amigos y de repente comenzaron a venir ya solos. Primero mis papás los habían invitado. Y sí vinieron, no se pusieron payasos ni sangrones. Y la gente le empezó a decir a la cantina La Potrosina porque aquí venían los del Atlante”.
De hecho, a un costado de la ventana hay un pequeño espacio dedicado a los “potros de hierro” con varios recortes y fotografías, muchas autografiadas, de aquel Atlante que hizo época. Se ve a Félix volando y atajando un balón, a Hugo Sánchez con los brazos en la cintura, a Raúl Gutiérrez cuando aún tenía pelo y a la actriz Kate del Castillo posando con el equipo antes del inicio de un juego. No es gratuito que cuando hay partidos del Atlante la porra del equipo se reúna en la cantina para verlos por televisión de paga.
Roberto toma un pedazo de queso, lo corta en rebanadas. Al mismo tiempo pone en la pequeña estufa con cochambre un sartén para que se vaya calentando. Comienza a preparar unas quesadillas con epazote que coloca en el trasto para que se gratine un poco el queso.
Hace unos 12 años el hombre quedó al frente de La Potosina. Su papá, ya un tanto cansado por la edad y los años dedicados al trabajo, decidió retirarse —aunque después de las cinco de la tarde se le puede encontrar atendiendo a los clientes—. Sí, tener una cantina puede sonar fabuloso para quien no está metido en el negocio, pero la realidad es otra. Si esta cantina estuviera por la zona turística del Centro seguramente la familia Solórzano ya sería millonaria, pero está en un lugar al que la gente aún le guarda cierto estigma.
“Poco a poco he tenido que írmelas ingeniando para empezar a hacer algo de dinero, porque yo no tengo. Mis papás, mi abuelito, si llegaron a tener algo pero yo no. A mí sí me cuesta más trabajo”, me dice Roberto. “Ahorita apenas voy a comprar unas sillas después de 10 o 15 años que están estas. Las cerveceras patrocinan pero te traen sillas de plástico y mesas de metal”.
El hombre tuerce la boca, la mueca hace que sus lentes se ladeen un poco, mueve la cabeza repetidas veces para mostrar su negativa; imagina su cantina sin las sillas tubulares ni las mesas cuadradas de madera, de patas gruesas con un pequeño espacio para colocar la cerveza, mientras la superficie del mueble hace las veces de tablero para el dominó o la baraja. Lo desaprueba. “Va a parecer esto una lonchería cualquiera. No, no. Y luego, además, te piden exclusividad”.
Roberto nos reparte las quesadillas que acaba de hacer. El vapor oloroso penetra por mi nariz. Invade el gusto el epazote con queso y maíz. No sé de dónde trajo el queso pero no es salado. La quesadilla está bien hecha y no tiene pretensiones. Es una simple quesadilla casera y eso le da el toque. Si este hombre no fuera cantinero, las quesadillas le darían de comer.
Entre la plática el hombre me enseña una foto de una figura a escala de Hulk que él armó y que ganó el primer lugar en un concurso. El personaje sale de la cantina con rostro furioso.
—Ese Hulk salió encabronado porque le han de haber robado, como es costumbre —dice un sujeto que ha estado en la barra toda la mañana bromeando a Roberto.
—Cállate, güey, que seguramente tú fuiste el que se la chingó —contesta de inmediato Roberto con humor.
Las risas se mezclan con el aroma a cerveza, a licor, a quesadilla, a cantina y con los ruidos que provienen de la calle: el grito del ambulante que vende tenis, el motor de la motoneta que pasa, la patrulla que hace sonar su torreta a manera de claxon.
Eso es lo que distingue a La Potosina, su camaradería. Sus parroquianos —comerciantes, compradores, estudiantes y auténticos habitantes del Centro Histórico— no son simples clientes; son amigos que se reúnen a calmar la sed y a platicar en una de las últimas cantinas auténticas de barrio que quedan en la ciudad.
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