Por Romina Hernández*
Dicen que los recuerdos son traicioneros, se mezclan con los sueños y se difuminan con el tiempo. Sin embargo, aquel 15 de septiembre del 2009 no se me olvida. A pesar de que entonces tenía ocho años, las imágenes se me aparecen claramente.
Recuerdo a mi tía Mayo tratando de mantener la cabeza erguida mientras comía pozole. Los párpados se le cerraban. A su alrededor mi familia se movía a gran velocidad, le daban a oler un algodón con alcohol. Estábamos en mi departamento. Mi papá llamó a la ambulancia. A Santiago y a mí nos llevaron a mi cuarto y nos dieron un rompecabezas. La última vez que la vi fue cuando nos cerraron la puerta. Nos miró, nos sonrío con lo que le quedaba de conciencia. Nadie lo sabe, porque nadie estaba ahí, pero yo estoy casi segura que mi tía Mayo se fue de esta vida aún sonriendo.
“Mis niños, mis niños, fueron las últimas palabras que la oí decir”, cuenta mi tía Honey, hermana de Magdalena Hernández Hernández, Mayo. “Yo fui a verla al hospital hasta el día 17. Nos quedamos esa noche Jesús (otro de sus hermanos) y yo. Estábamos sentados en unas sillas afuera de terapia intensiva. Eran las dos de la mañana cuando escuché las alarmas de las máquinas sonando. Después salió el doctor a decirnos que ya”, recuerda mi tía.
Mayo falleció el 18 de septiembre de 2009, en la madrugada. Tenía cirrosis a causa del virus de la Hepatitis C.
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“Dice mi mamá que le decíamos Mayo porque no podíamos pronunciar Magdalena. Nosotras creíamos que era porque había nacido en mayo”, cuenta Olimpia, a quien la familia conoce como la Honey.
La familia Hernández vivía en una casa dúplex, donde Mayo ocupaba el piso de arriba junto con su esposo Roberto y sus dos hijos. Abajo estaba el resto: su madre, su padre y los seis hermanos, quienes dejaron la casa poco a poco cuando se fueron casando.
“Cómo me acuerdo de las navidades, siempre era muy animosa. Me acuerdo que bajaba con un suéter azul, ya bañada y arreglada. ¿Ya, ya está todo? Les traía regalos a todos, a nadie dejaba fuera”, recuerda Honey. Tampoco se quedaban sentados porque Mayo le enseñó a bailar a toda la familia.
Mayo se embarazó cuando tenía 22 años. Su primer hijo nació, con dos meses de adelanto, en una pequeña clínica cerca de su casa. Después del parto el doctor la checó, porque había perdido mucha sangre. Fue entonces que le hicieron una transfusión de un banco de sangre privado. Unos meses más tarde le detectaron Hepatitis, porque su piel había adquirido un color amarillento. No pudo estar cerca de su hijo durante un tiempo, pero se curó rápido. Cuatro años más tarde nació su segundo niño, sano y sin complicaciones. Mayo educó a sus hijos a medio tiempo, después de salir de trabajar de su puesto de ventas en una sucursal de Telmex.
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Dice mi papá, el más chico de los hermanos, que Mayo fue la primera en ir al hospital cuando tenía horas de haber nacido. Fue también ella quien me compró mi primer libro. Aún más: mi tía Mayo y Roberto se convirtieron en mis padrinos.
Ocho años más tarde su tos comenzó. Cuenta mi tía Honey que pasados varios meses el malestar no cesaba, su estómago se hinchaba, se sentía cansada, agotada, regresaba de trabajar sólo para dormir por largas horas. Comenzó entonces a ir de consultorio en consultorio acompañada de mi tío Roberto, quien trabajaba como conductor de transporte público. Tiempo después dejó aquella ocupación para dedicarse a cuidar de mi tía. Finalmente, les dieron la noticia, a Mayo le detectaron cirrosis.
El virus de Hepatitis C, una de las causas de la cirrosis, se descubrió en 1989, pero no fue hasta cuatro años más tarde que México instauró las pruebas para detectarlo en la sangre que era donada a sus bancos. Es una enfermedad silenciosa, sin sintomatología, que habita sin pagar renta hasta por 20 años en el cuerpo de quien la contrae, e inflama el hígado. Para cuando aparecen los síntomas suele ser demasiado tarde.
Cuando a Mayo le hicieron el ultrasonido ya estaba en el último punto. El líquido se le quedaba en el cuerpo, su piel era amarilla, su barriga lucía como la de una embarazada, sus pómulos contrastaban con sus cachetes desinflados, sus manos eran prácticamente huesos. Su tos se debía a que el líquido le aplastaba los pulmones.
A mí me tocaron sus últimos años, entonces le mandaron dulces como tratamiento, pues se solía creer que eso ayudaba al hígado. Hoy es diferente, los doctores ya no recetan dulces y el 98% de los enfermos de Hepatitis C se cura.
Comernos los dulces que siempre estaban en su camioneta era lo primero que hacíamos Santiago —su nieto— y yo, en cuanto nos subíamos. Dice mi tía Honey que éramos la adoración de Mayo: él por ser su nieto y yo por la estrecha relación que tenía con mi papá, además que ella sólo tuvo varones, así que a mí, por ser una niña, me llenó de mimos.
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Supe que mi tía Mayo murió el mismo día de su fallecimiento. Era de mañana, miraba la televisión en piyama y le preguntaba a mi madre sobre la muerte. Entonces sonó el teléfono. “Sí, yo le digo”, escuché decir a mi mamá. No tuvo que contarme nada. La miré y me solté a llorar.
La Navidad de 2009 fue dura. Fue la última vez que se celebró en el piso de arriba de la casa duplex. Esa vez muchos se quedaron sin regalos.
Actualmente la Organización Mundial de la Salud estima que el 95% de los casos de Hepatitis C se recuperan con tratamiento. En 2011, un año después de la muerte de mi tía, estos tratamientos no curaban a más del 50% de los enfermos. Hoy hay vacuna contra este virus.
Aquella transfusión que recibió Mayo hace 30 años —tal vez la sangre de algún borrachito que fue a venderla, como cuenta mi familia con un atisbo de impotencia desde que tengo memoria—, puso a mi tía en ese 50% que no sobrevivió. Más que números fríos se trata de personas con nombre propio a las que un virus apagó su sonrisa. Como a mi tía Mayo, a quien no le dio tiempo de enseñarme a bailar.
*Estudiante de la Universidad Panamericana.
- La mujer que sonrió antes de morir de Hepatitis C - 13/01/2021