- Don Casimiro es un viejito raboberde con un inumerable catálogo de chistes que hacen sonrojar a las mujeres. Pero detrás del doble sentido existe un hombre que busca cariño.
Hace años trabajé en un restaurante ubicado en la calle de Extremadura, en la colonia Insurgentes Mixcoac. Es un restaurante manejado por un matrimonio. Ella es mexicana y él es francés. Cuando trabajas en un restaurante de la Ciudad de México, te das cuenta que la gente va a desahogar el estrés de la vida diaria contra los meseros. Les encanta ver lo malo y resaltar lo que se puede hacer mejor.
Había señoras que criticaban desde cómo partías el limón hasta la cantidad de col que echabas a su sopa de verduras. Había jóvenes que se dedicaban a pavonearse por su conocimiento del café. Chavos fresas que presumían y al momento de pagar contaban las monedas para que les alcanzara.
En especial llamó mi atención un señor de nombre Casimiro. Un viejito rabo verde que se sienta en la mesa de la esquina, junto a la ventana, para ver pasar a las chavas de la Universidad Panamericana. Tiene un innumerable catálogo de chistes pervertidos para sonrojarlas y hasta coquetea con algunas de ellas.
Le encanta quejarse del activismo que Eli, la dueña del lugar, proclama cada vez que él llega. Cuando se sienta en su lugar preferido, bromea sobre quitar el letrero de Ayotzinapa que Eli pegó desde hace un año.
Su piel morena está marcada por los años. El pelo blanco como la nieve se desliza finamente hacia atrás. Ni un mechón de la mata invade su rostro. Unos grandes ojos negros te lanzan miradas de vez en vez para seguir la plática que entabla contigo. La mayoría del tiempo se dirigen hacia la ventana del lugar para ver qué pasa por las calles. Esos ojos se ponen ojerosos como resultado de muchas noches sin dormir. Puede ser por la necesidad económica o los problemas amorosos, pero lo que haya sido le han dejado necesidad de meditar.
Las camisas de botones no son lo suyo. Sus playeras me encantan: tienen impresos Mickey, Donald, Pluto, etcétera. Las cubre con chamarras impermeables para no enfermarse. Sus jeans son iguales. No sé si son los mismos o tiene muchos pantalones del mismo estilo y marca. Parece personaje perfeccionista de película, de esos que se preocupan por repetir exactamente igual sus acciones.
No sé en qué momento come. La mayor parte del tiempo se la pasa platicando conmigo, con Eli, Güero, Jorge o con la señora que esté a un lado de su mesa. Le desagrada el pollo, los huevos solo le gustan estrellados. Postre solo si es brownie y leche solo si es deslactosada, porque es intolerante. Sin embargo, las gelatinas que le gustan están hechas con leche y el capuchino nunca lo pide deslactosado. Jamás se quejó de que le hiciera daño.
A un lado de su silla recarga su bastón negro. Cuando llega, batalla para subir el gran escalón que divide el local de la banqueta. Llega cojeando a saludar a todos los que estén sentados y trabajando y espera el tiempo necesario hasta que su mesa junto al ventanal esté desocupada.
Es extraño pensar que por más impertinente que sea, siempre que lo veo pasar por la puerta del local, me saca una sonrisa y un apretón de manos. Hoy, ya que no soy mesero, sino cliente, me siento a platicar con él sobre sus miles de aventuras alrededor de México y el mundo y los supuestos restaurantes que abrió al pasar el tiempo. Ya perdí la cuenta de cuantas hazañas logró en su juventud.
En lo más profundo del corazón pienso que la separación con su esposa y sus hijos se debió a lo incómodos que son sus comentarios. Seguro lo mujeriego fue una práctica. Pero hoy mi perspectiva cambió. Llego al restaurante y lo veo sentado con una señora cuyos rasgos me hacen suponer que en su juventud fue una belleza. Platican. Puedo ver en los ojos del hombre un contorno rojo y una lágrima al borde del derrame.
Eli se acerca y me mantiene al tanto. Es su esposa. No se han divorciado, pero ya no viven juntos ni se ven. Él me había hablado de ella. Cuando lo veo siento su soledad salir evaporada de su cuerpo. Está con nosotros y purifica su alma conviviendo con más gente. En cuanto ella se para veo en la cara de don Casimiro caer una lágrima que sigue la ruta del ojo a su boca. Desvío la mirada por respeto a su privacidad. Se queda solo, con la mirada hacia la ventana, observando los carros pasar. La mujer se ha ido y él está sólo con cuatro desconocidos que le hemos llegado a tener aprecio. Tenemos corazón de pollo.
Eli se acerca y me cuenta. Su hijo solo le habla para pedirle dinero. Su hija le marca dos veces al mes para ver cómo está, por lástima. Su esposa lo ve en navidad y dos veces más al año.
Detrás de esa perversión y doble sentido existe un niño perdido y solo. Las jornadas de horas enteras que pasa platicando en el café, los chistes morbosos y sus groserías son su forma de darle para adelante.
Para mí fue un acontecimiento importante, conocí al verdadero hombre detrás del nombre. Conocí un alma en busca de cariño. Entendí que todos tenemos algo que esconder.
Me paro de mi mesa, pago mi cuenta y paso a despedirme de él. Me mira a los ojos y casi percibo un atisbo de cariño hacia mí. Don Casimiro se despide con la mano y yo me voy con un sabor de confusión, decido apreciar a mis seres queridos.
- La historia detrás de un hombre - 29/06/2018
- CDMX29/06/2018La historia detrás de un hombre