- En la calle, el futbol no distingue clases sociales. Lejos de los reflectores y las pantallas de televisión, una reta en el barrio es todo un acontecimiento. Una pelota y tres postes hacen que todos se unan, sin importar condición.
“Si quieres jálale, no hay pedo”, me dice El Mirrey mientras me acerca el pedazo de estopa remojado en tíner. Lo observo de arriba abajo: manchas de grasa, las ha conseguido por dormir en las banquetas; los nudillos abiertos aún siguen sangrando; la palma amarillenta, el activo le ha pigmentado la piel. Le doy las gracias y rechazo con un amable gesto su invitación. “¡Cámara, Mirrey! ¿Si te vas a poner o qué?”, le grita El Aguacate. Ya es su turno para la reta. Abre la puerta, entra trastabillando a la cancha, le da un jalón más a su mona y se pone en posición para recibir los cañonazos. Es su primera reta de la tarde y aunque para muchos su presencia parezca un mal chiste, no se van a ir de ahí en un buen rato.
Las retas son de cuatro y a dos goles, así que El Taison se queda afuera. Es el más puesto de todos, no cabe duda. Su mirada se pierde en la nada y son contadas las veces en las que parpadea. El tatuaje tribal en el rostro, la piel morena, el labio abierto y la nariz rota hacen que el apodo le quede como anillo al dedo. Es bien sabido por todo Mixcoac que el Taison no le saca a un tiro. Con orgullo porta la del Necaxa, en el dorsal lleva el siete de Aguinaga, los pantalones dando ya las últimas y la cachucha para taparse del sol. Hoy es domingo, y se da su tiempo para descansar, así que se recuesta en la banca mirando al cielo y con la pierna izquierda pisa el balón de cuero hecho a mano. Se estira con fuerza e inhala, voltea la mirada hacia nosotros, estamos siendo demasiado obvios.
Los domingos las retas en el parque de Fresas y San Lorenzo, justo en el corazón de la Colonia del Valle de la Benito Juárez, se ponen muy buenas. Temprano por la mañana se puede ver a los corredores rodeando la pista, dando una vuelta tras otra. Al medio día hay niños corriendo de un lado a otro entre la gente y otros balanceándose en los juegos. Y claro que no pueden faltar los globeros, varios puestos de dulces y un carrito de papas. Terminando la hora de la comida, justo cuando el sol está a solo unas horas de esconderse, jóvenes y adultos se dan cita en la pequeña cancha de fútbol rápido que el gobierno de la Ciudad de México le obsequió a la colonia. Un par de años antes las cosas eran muy diferentes. Las porterías no llegaban a retener ni un solo balón y la reja que impide que la pelota salga por los costados podía lastimar a cualquiera que se acercara a menos de medio metro. En el piso los hoyos se convertían en trampas mortales cuando el juego subía de intensidad. Y por si fuera poco a las seis de la tarde la diversión debía parar en seco, pues el alumbrado a duras penas permitía seguirle la pista al balón.
Hoy son las cuatro de la tarde, hay seis retas y parece que esto va para largo. En la cancha está la reta de El Aguacate, El Pantera, El Mirrrey, El Taison y El Chino: el Escuadrón de la Muerte —así se les conoce por estos rumbos—, cinco teporochos que trabajan dando el paso a los coches que vienen de la calle Guillain evitando el pesado tráfico que se origina entre el cruce de Patriotismo, Revolución, Rio Mixcoac y Molinos. “Lo hacemos por buena gente”, le dicen a los conductores mientras estiran una mano para recibir unas monedas. Cualquiera con unos años de experiencia puede imaginar a donde van a parar esos pesos que recaudan durante el día.
En las calles nadie se les acerca por temor a su reacción, pero el futbol hace que el hombre sea niño por un rato, juegue sin saber a qué juega, sin motivo, sin reloj y sin juez. Una simple pelota y tres postes hacen que todos se unan, sin importar condición. El fútbol lo hacemos todos, grandes, chicos, mexicanos, fresas, nacos o teporochos. El fútbol es nuestro.
“¡Pásala!”, “¡Hazme famoso, cabrón!”, “¡Hazme soñar!”, “¡No te la hace!”, “¡Ya me viste!” y otras frases se hacen presentes en la reta del Escuadrón. Destacan a simple vista, no precisamente por su facilidad para los dribles o regates. Aquí lo más difícil se ha vuelto marcarlos. Su arma secreta es su olor, la marca personal se vuelve más bien en un campo de fuerza que te impide acercárteles. A ellos poco les importa, lo aprovechan y juegan con entusiasmo. A leguas se nota su felicidad, pero eso sí, el activo, el panalito de Tonayan y la bachita no la sueltan ni para cubrirse de un balonazo. Cada que el balón deja el terreno de juego aprovechan para quemarle las patas al diablo, como ellos lo llaman.
El Chino es el que más juega. Se rumora que cuando era joven se lo querían llevar a la Noria, con le Cruz Azul. El apodo lo tiene por las marañas en su cabello. Se lleva a un par de rivales con unos recortes, se mete por el centro, se la toca al Pantera y con un punterazo el balón entra por la parte inferior derecha de la portería. Un golazo. Nadie se lo puede creer. Ellos celebran como si se tratará de la misma Copa del Mundo. Uno a cero. La otra reta no pierde el tiempo y enseguida se asegura que El Mirrey sienta la presión con un bombazo desde media cancha.
El juego sube de tono, los codazos, patadas y empujones hacen que quiénes estamos a la espera del segundo tanto nos acerquemos a ver con más detalle. Cada jugada se vuelve una riña discreta en la cual la disputa por el balón pasa a segundo término. Entre los que estamos afuera se escucha a cada patadita intencional un grito casi ahogado que solo calienta más la situación. Las patadas se convierten en codazos, y los codazos en golpes. De un segundo a otro El Aguacate ha soltado el primero, a mano limpia, sin pensarlo dos veces. Trataban de sacarle el balón entre dos, cuando de repente en un jaloneo el codo de su marcador salió directo a su pómulo derecho. “¡Cámara, puto!, con que ya con esas”. Un golpe en seco deja paralizada la cancha. Los ánimos se calientan, la reta se ha olvidado por completo. El Taison pega un brinco automático desde la banca, sale de su alucín y en tres pasos ya está en la cancha repartiendo patadas y arañazos a cualquiera que intente ponerle una mano encima a sus compas.
La campal no duró más de quince segundos; otros tantos que estaban afuera de la cancha intervinieron para que la situación no llegara a mayores. Las palabras subidas de tono y los empujones no pararon. Para mala suerte de todos, el equipo dueño del balón con el que se estaba jugando era el mismo que peleó contra la banda de teporochos. Las ganas de quererse golpear entre ambos lados no se calmó durante la siguiente media hora. El ambiente era tenso. A pesar de los contratiempos conseguimos otro balón y empezamos desde cero con retas diferentes. Al cabo de unos minutos ambos grupos partieron y tomaron caminos distintos.
Foto de portada: Aranxa Márquez
- Una reta en el barrio. El futbol es de todos - 29/06/2018
