César Ponce Fonseca, jicarero de la pulquería La Victoria, da una mirada a su expendio antes de moler algunas fresas y un chorro de pulque en la licuadora. En cuanto la máquina comienza a triturar la fruta al ritmo del escándalo de su pequeño motor, el hombre lanza un suspiro. No dice nada, pero en esa exhalación va su pena por no escuchar desde hace semanas el murmullo de los parroquianos que llegaban a beber el jugo del maguey fermentado al local. También añora convertir, como buen apóstol de esta bebida, a todo aquel que piensa que es un brebaje sucio.
Del otro lado de la barra, los dos hijos de César hacen curados de avena, apio capulín, vino tinto y más; otro chico sube a la página de Facebook de la pulquería los sabores para que la gente los pida. Él mismo toma la orden y los pasa para que alguien más los sirva. Uno más revisa mensajes en “La Canica”, la aplicación creada por la pulquería, donde también reciben pedidos que entregan en toda la CDMX, siempre y cuando el domicilio no se encuentre en una alcaldía con ley seca. El internet, las redes sociales y el comercio electrónico han permitido que La Victoria y otros expendios de pulque no dejen de vender.
—En redes sociales está inundado. No sé si la mayoría siempre han vendido pulque y no se expresaban, o solo es por el momento —dice César—. El merchandising, la venta por internet y por las redes sociales es una cosa que llegó para quedarse. Es la nueva forma de vender pulque. Habrá que regularlo más adelante porque perjudica, no por la competencia, sino porque muchos no lo saben preparar. Somos una bebida llena de mitos y cuando lo prueban y está feo dicen quédate con tu pulque. Y eso nos pega a todos.
El jicarero vierte la mezcla de la licuadora en una manta de algodón colocada sobre un bote con más pulque. Junta los extremos de la tela y la exprime como si fuera ropa mojada. Sale una sustancia cremosa color rosa y se mezcla con el líquido blanco. El hombre hace una pausa y levanta la cara:
—El face to face hace falta. Sientes mucha tristeza ver la pulquería así, sin vida, aunque sigamos vendiendo en Internet.
Agrega una lata de leche condensada al bote. Revuelve la mezcla con una pala de madera y queda listo el curado de fresas con crema.
—El día a día es muy triste —vuelve a decir.
El 23 de marzo de 2020 Claudia Sheinbaum, jefa de gobierno de la CDMX, anunció que museos, cines, gimnasios, iglesias, teatros, zoológicos, bares, centros nocturnos y antros debían cerrar para evitar la propagación del Covid-19 en la capital del país. Desde entonces las cortinas de La Victoria, están abajo. Al local no entra ni un rayo de luz del sol. Además, desde mediados de abril tampoco puede vender pulque ni curados para llevar los días viernes, sábado y domingo, porque la alcaldía Gustavo A. Madero, donde se encuentra, aplicó la ley seca.
—Como a todos, nos agarró desprevenidos. Cerramos desde que el gobierno dio la orden, prácticamente hace cuatro meses —platica César—. De por sí somos un giro mal visto. Nos dicen cierra y tenemos que cerrar. Vendíamos solo para llevar, pero cuando se hizo la ley seca nos pegó más. Para nosotros la pulquería no es un trabajo ni un negocio, sino una forma de vida porque atendemos a clientes, porque enseñamos a la gente, porque pasamos la doctrina del pulque. Diario te preguntan. Diario llega un cabrón que no quiere tomarlo porque trae los malos mitos. Y entonces lo conviertes.
El hombre da una mirada rápida al costado de la barra. Ahí en la mesa junto a la sinfonola, se sienta don Demetrio Ponce Oliver, su padre. Debería estar comiendo un taco de nopales con orégano que él mismo preparó como botana. O lanzando órdenes a sus nietos, ayudantes y al propio César para que en la pulquería se trabaje como él les enseñó. Pero la cuarentena por coronavirus ha alejado a don Demetrio del oficio de toda su vida. Sus 85 años lo hacen parte de uno de los sectores de la población más vulnerable frente al virus.
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Don Demetrio se crió en el pulque. Sus hermanos mayores eran jicareros, así que cuando él y su mamá dejaron Pachuca, la capital de Hidalgo, para vivir en la Ciudad de México, el niño de inmediato fue a ayudarles. Tenía ocho años de edad por eso lo ponían a lavar vasos. Un huacal de madera corriente, donde los marchantes del mercado transportan las frutas y legumbres, se convertía en un banquito para que alcanzara el fregadero. Cuando cumplió los 12 decidió pasar la vida en la pulquería. Había dinero y eso lo motivó. “Yo no estudié. Yo me dediqué a trabajar todo el tiempo”, dice este patriarca del pulque.
Hace una pausa, reflexiona, busca entre sus recuerdos una imagen, la del niño Demetrio que va a la primaria. Por fin la encuentra.
—De muy chavillo sí me metieron a la escuela. Pero no. Yo quería ser pulquero.
Demetrio Ponce mueve la cabeza de un lado a otro. A él no le gustaba estudiar, por eso solo cursó hasta el segundo año de primaria. Que no haya tenido una mayor vida académica no quiere decir que no se educó.
—Todo lo que sé lo aprendí aquí, en la pulquería. Ha sido mi vida.
Comenzó en Los paseos de Santa Anita, en la esquina de Misioneros y Santo Tomás, en la Merced; de ahí se fue a la Tongolele, que estaba en Circunvalación; después alguien lo llevó al Huracán, en el Eje Central; luego a la Rancho grande, en la Guerrero. De ahí pasó al Pescador y a la “Elegancia”. Cuando cumplió 18 ya trabajaba como encargado de La raspa, en la colonia Panamericana. Demetrio ha recorrido más de 50 pulquerías en casi 70 años. Hace unos 10 años se convirtió en el administrador de La Victoria. Su llegada coincidió con el renovado interés de los jóvenes por el pulque en la Ciudad de México. Desde entonces Demetrio Ponce, junto a otros viejos jicareros, es visto como un viejo maestro de la cultura del pulque.
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Yo no quería. Yo aprendí a fuerza. En mi generación era mal visto ser pulquero o jicarero —confiesa César Ponce Fonseca, que hoy tiene 53 años de edad y más de 30 en la cultura del pulque—. Al principio no fue muy agradable que digamos. Tenía como 14 o 15 años. La gente cuando me veía decía despectivamente ahí viene el pulquero. Aprendí a bola de cocos, patadas y empujones. A los 18 años, cuando tuve mi primer pulquería y vi los dineros le empecé a agarrar cariño. Se llamaba El Vino Blanco. Ahí empezó mi examen. Siempre supervisado por mi papá y mi familia, mis tíos y mis primos que también fueron pulqueros. Luego me casé. Tenía 22 años. Ya estaban mis dos hijas. Estudiaba el tercer semestre de administración de empresas en UPIICSA. Dejé la escuela y me volví jicarero.
Me tocó la colita de un buen tiempo para las pulquerías, a finales los 80. Pasó esa época, la situación económica del país se puso tensa y tuve que conseguir los frijoles para la chata. Me metí a trabajar a Nextel. Pasé por varios departamento. Estuve como 8 años. Me sacaron por la edad, ¿tú crees? Ahí luego de los 40 vas para afuera. Entonces dije qué sigue. Pues lo que se hacer: yo soy pulquero.
Empecé a recorrer las pulquerías y vi que estaban derrotadas, abandonadas. Los jicareros sin ganas. Prácticamente no había venta. El Colectivo Tinacal llegó y de ahí decidí entrarle e investigar. Platiqué con George Jicarero, de la Catedral del pulque. Empezamos a ver las fallas, la debacle del pulque. La calidad no era la adecuada, las pulquerías estaban descuidadas. Me empecé a unir a los colectivos. Comenzamos a mostrar qué es una pulquería tradicional, pasamos cine y teatro en La Victoria. Hicimos el mes cultural pulquero. Nació un movimiento que hizo resurgir al pulque. Luego empezamos con las ferias de pulquerías tradicionales.
Ahora agradezco a mi padre los cocos que me dio.
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Según el historiador Rodolfo Ramírez Rodríguez, autor del libro La querella por el pulque. Auge y ocaso de una industria mexicana, 1890 y 1913, la época dorada de esta bebida terminó en la década de 1910. Entonces existían en la Ciudad de México más de mil pulquerías y diariamente llegaban quizá centenas de vehículos cargando entre 18 y 20 barriles de 250 litros del fermentado. Sin embargo, los cambios políticos y sociales a consecuencia de la Revolución Mexicana provocaron su crisis. El reparto agrario hizo que los hacendados pulqueros abandonaran el país; las plantaciones de maguey y producción de aguamiel bajó drásticamente. Por otra parte, los jefes militares carrancistas y obregonistas prohibían el consumo del pulque entre la tropa, integrada mayoritariamente por campesinos.
Luego vinieron las cargas fiscales que incrementaron el costo de la bebida y las campañas del gobierno, que etiquetaron al pulque como embrutecedor, antihigiénico, vinculado con el crimen y la degeneración de la población trabajadora e indígena. En su afán por erradicar el alcoholismo, el gobierno cardenista persiguió a todo aquel que consumiera pulque. Al final la bebida se relacionó con la pobreza y con gente poco refinada. Aún así, durante el gobierno de Miguel Alemán se otorgaron licencias de funcionamiento a pulquerías. Sin embargo, a partir de 1952, con la política represiva de Ernesto Uruchurtu, regente del entonces Distrito Federal, comenzó el cierre masivo de estos establecimientos.
—En los años 30 hicieron un acuerdo que aún existe. Si quieres vender cerveza, nada más la vendes con alientos y ya, sin broncas. Tú te metes a Internet y obtienes tu permiso de chela. Pero para una pulquería ya es imposible. Ya no existen licencias de pulquería, se acabaron por el 70. La Victoria es del 46. La fundó el señor Ruiz, el Indio. Nuestro permiso dice “Pulquería, expendio de pulques y aguamiel”.
Según la tesis de licenciatura Estrategia de exportación del pulque, realizada por estudiantes de UPIICSA en 2010, a partir de los años 70 deja de registrarse información oficial sobre la producción y venta del pulque. Solo se contaba el número de pulquerías. Aseguran que para 1982 había 132 expendios de pulque en todo el país.
La Asociación Nacional de Pulquerías Tradicionales señala que en la década de los 40 se bebían 475 millones de litros de pulque a nivel nacional. Una década después el consumo bajó a 400 millones. Para 2018, el Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera (SIAP) reportó que en México se produjeron 186.3 millones de litros de maguey pulquero.
—En los años 40 la explosión demográfica favoreció el consumo de pulque. La idiosincrasia de la gente que venía de Hidalgo o Tlaxcala se juntó con la de los barrios de la CDMX —cuenta César Ponce—. En ese entonces había cientos de pulquerías aquí. Ahora somos 30 o 35 pulquerías tradicionales y de esas somos como once las que vendemos solo pulque. Los demás venden de todo. No los juzgo. Hay que sobrevivir.
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A las 6 de la mañana don Demetrio deja su cama. Tiene un reloj biológico que lo expulsa de ella aunque no tenga nada que hacer. Una ducha, a vestirse viste, desayuna algo y se sienta en su sillón. Se para. Camina. Se vuelve a sentar. Trata de ocuparse. Sabe que a su edad es más fácil contagiarse de Covid-19 y por eso ha dejado de ir a su expendio de pulque.
Una vez se reveló y dejó el encierro. Salió de Texcoco, donde está su casa, y tomó rumbo a La Villa, a la esquina de Miranda y Moctezuma. Ahí está La Victoria, a unas cuadras de la Basílica de Guadalupe.
La calle ha perdido el bullicio. No se ven peregrinos, ni de los que van al templo a rezarle a la Virgen o de los que van a su pulquería a rendirle tributo a Mayahuel, la diosa mexica del maguey.
Cuando el viejo llegó a su local miró las cortinas de metal abajo. No pudo evitar una mueca. Entró. Miró a los muchachos trabajar. Se sentó en su mesa. Vio apagada su pequeña estufa donde solía preparar riñones, charales con papas, frijolitos con cebolla y chile, chicharrón en salsa verde, caldo de pollo y otros guisos para la botana. No pronunció palabra. Esperó que por la puerta batiente entrara el viejo cliente tempranero que llegaba, con chicharrón y tortillas en mano, a jugar dominó con él. Iniciaba el juego y empezaba el vaivén del albur.
—Ya hace hambre ¿te arrimo un taco, Demetrio?
—Sí, de coliflor. ¿Te molesto con el chile?
Don Demetrio metió la mano en su pantalón y sacó su cajetilla de cigarros. Fumó. ¿Qué más hacer? Trató de dirigir el negocio, de preguntar qué curados se van a preparar, quién fue a La Merced por la fruta. No había clientes que atender o que pasaran a saludar; con quiénes platicar o alburear. Su rostro serio contrastába con el del mural donde está retratado con una leven sonrisa entregando un vaso con pulque.
Como siempre, a las ocho de la noche él y el resto del equipo salieron de La Victoria. La mirada de don Demetrio era lejana. A él le tocó vivir la crisis del pulque en la Ciudad de México. No pensó que volvería a ver otra y menos por una bicho invisible que enferma a la gente.
Don Demetrio abordó su taxi. Tomó rumbo a casa. Desde entonces no ha salido de su casa.

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César y el resto de los muchachos de La Victoria comienzan a llenar de pulque los vasos de litro. Los recipientes son transparentes y dejan ver los colores de los curados: verde para el de apio, rosa para el de fresas con crema, marfil para el de avena, rojo para el de capulín, aperlado para el natural. El pulque es divertido desde la vista. Luego arman los pedidos de cada cliente, según lo ordenado en redes sociales y en la aplicación La Canica. Algunos llevan una playeras o uno de los juegos tradicionales de pulquería, como una rayuelas o un rentoy.
Antes de la cuarentena La Victoria vendía los fines de semana unos 1200 litros del pulque que les llega en recipientes de 50 litros —mamilas, les llaman— del rancho de San Isidro, propiedad de la familia Del Razo, en Nanacamilpa, Tlaxcala. Ahora despachan alrededor de 750. El día que el gobierno ordenó que cerraran, César y don Demetrio platicaron para encontrar la forma de que la pulquería siguiera en funciones. Llegaron a la conclusión de vender para mantener los pagos de los muchachos que los ayudan.
—¿Tu ingreso bajó?
—Mi esposa y yo la hacemos con frijolitos —me dice César—, pero si yo no vendo, no solo nosotros salimos afectados. El campesino la sufre, también los tamberos, lo tlachiqueros, la gente del rancho. Es una cadena que no podemos romper. Por eso la idea principal fue mantener la nómina. No están ganando lo mismo porque no estamos vendiendo tanto, pero siguen con un ingreso. Sin embargo, estamos recuperando el nivel de venta porque hay mucha gente que nos está conociendo por Internet. Y creo que ahora que abramos, además de nuestros clientes cautivos tendremos también a estos.
En la década de los 90 y los primeros años del siglo XXI en la Ciudad de México prácticamente se dejó de vender y consumir pulque. Cuando bien les iba, las pulquerías vendían 10 litros al días. Pero los expendios y sus consumidores aguantaron, trabajaron para erradicar la mala imagen de los establecimientos y los mitos sobre la bebida. Vieron resurgir poco a poco sus lugares y cómo los viejos parroquianos pasaban su experiencia a los jóvenes que se han entusiasmado con este caldo fresco.
—¿Sobrevivirán las pulquerías a este nuevo embate que sufren a causa de la cuarentena por Covid 19?
Antes de contestar César cuenta una anécdota. Un día llegó a su pulquería el cantante Rubén Albarrán. Pidió un curado y comenzó a platicar con él. En medio de la conversación, el vocalista de Caté Tacvba le dijo algo que hasta ese momento el jicarerono había pensado: “ustedes me caen bien porque son resistencia, cabrones”.
—Yo no creo que desaparezcan las pulquerías, en mi corazón siento que no, —habla César esperanzado—. Nosotros nos aventamos en pulquerías más de 10 años, básicamente comiendo una sola persona. No era negocio. Mi papá y los viejos pulqueros estuvieron ahí por amor a esta tradición. Resistieron y no había coronavirus, simplemente la gente no tomaba pulque. ¿Qué hacemos nosotros? Resistir. Lo hemos hecho desde la época prehispánica. Somos gente que nos negamos a desaparecer. No va a morir nuestra tradición, nuestro pulque, nuestra bebida ni su magia. Ya estamos curtidos. Somos resistencia.

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- Periodista, editor y productor de radio