Por Arturo Zepeda
Aquella mañana de septiembre, veinte viajeros colocamos los insumos necesarios para el ascenso al Monte Tláloc en las cajuelas de las camionetas todo terreno. Las mochilas contenían breves desayunos, termos, agua, frutas secas, chocolates y ropa abrigadora extra por si el clima lo ameritaba. En las bolsas de plástico en cambio había flores de colores, semillas de todo tipo, hierbas aromáticas, velas, sahumadores con copal, tlacoyos y tamales: ofrendas para el dios de la lluvia en la montaña ritual que lleva su nombre. En la época prehispánica hubiéramos llevado niños para ofrecerlos en sacrificio.
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Desde el quiosco del jardín municipal de Texcoco, el recorrido total es de aproximadamente dos horas. El camino es agreste, pero los 4×4 hacen bien su trabajo. Los vehículos serpentean inmersos en la Sierra de Tláloc, que divide a los estados de México y Puebla. En medio de los escasos árboles que todavía crecen a esa altura, aproximadamente cuatro mil metros, se distinguen a lo lejos las lonas y las casas de campaña del campamento que el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) ha montado para realizar los trabajos de intervención del sitio arqueológico.
Ahí trabajan permanentemente unas 30 personas. Los tubos de las estructuras que sostienen las lonas y las casas de campaña están reforzadas, porque de lo contrario el hielo y la nieve que se acumula en los techos durante las temporadas de frío las haría venirse abajo. Una fogata encendida y café de olla en cantidades industriales son elementos imprescindibles. De hecho, no son pocos los trabajadores que regulan la temperatura de su cuerpo comiendo de vez en vez chiles picosos.
Después de la breve escala nos disponemos a llegar hasta la cima del Monte Tláloc para encontrarnos con los vestigios de lo que fue la montaña ritual de mayor tamaño y a mayor altura en toda Mesoamérica. La élite de la Triple Alianza acudía al lugar para ofrecer niños al dios de las lluvias y solicitar su benevolencia y un año abundante de agua para los cultivos.
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Luego de una caminata en ascenso de unos 35 minutos llegamos al sitio. A pesar de ser una distancia corta, la altura dificulta una adecuada oxigenación al cuerpo y por ende el trayecto se vuelve muy cansado. El llamado “mal de montaña” cobra la factura a un par de chicas. Lástima, subirán para la otra. El esfuerzo físico es parte del sacrificio que se tiene que hacer para estar en el paraje sagrado.
Lo primero que se observa a la llegada al sitio es la entrada de una gran calzada que se encuentra entre muros que recientemente han sido reconstruidos de acuerdo a su altura y disposición originales. Al centro de la entrada se ha colocado una piedra tallada que representa la imagen de Tláloc, aunque la figura es difícil de apreciar debido a la erosión que ha sufrido.
Los más avanzados llegan primero y esperan al resto del grupo. Por respeto nadie debe entrar por su cuenta, así como tampoco nadie debe hacerlo sin pedir permiso a los moradores del lugar. Estamos en el Tlalocan, el mítico paraíso de Tláloc y sus ayudantes. Se hacen gestos de reverencia, primero, para agradecer la oportunidad de estar ahí y, segundo, para que todo esté bien y se tenga un buen descenso. Por si las dudas hay que cumplir con el protocolo. Enseguida viene la colocación de la ofrenda al pie de la figurilla de Tláloc. Cada quien sus insumos, cada quien sus creencias y cada quién sus pensamientos. Ahí estamos todos en esa acción.
Tras caminar la gran calzada hay un patio rectangular de unos tres mil metros cuadrados, algo así como seis canchas de futbol juntas. Es, se dice, la morada del señor del rayo y las tempestades. Ahí ocurrían las fastuosas celebraciones de petición de lluvias. Han pasado más de 500 años y ahora sabemos bien —científicamente, pues— cómo es que se produce la lluvia. Aún así la emoción invade el cuerpo y se vive un sentimiento compartido de estar en un lugar especial.
Casi al centro del gran patio hay un altar de piedras en cuya parte central se lee el nombre “Toñita”. De acuerdo al arqueólogo y guía, no hace muchos años una familia de lugareños acampó en el lugar y los mayores se embriagaron hasta quedar inconscientes. Cuando se incorporaron debido al intenso frío, se percataron que dos de los pequeños no soportaron las bajas temperaturas: estaban muertos. Como en antaño, Tláloc cobró su ofrenda.
De hecho, entre los hallazgos de las excavaciones del sitio se han encontrado dos cráneos que pertenecieron a niños, sin que hasta la fecha se les hayan hecho estudios para determinar a qué época corresponden. Según el testimonio recogido por varios arqueólogos, el último sacrificio de infantes en el sitio se habría dado a finales del Siglo XIX, periodo que coincide con el registro de una importante sequía en la región texcocana.
Más adelante, casi en una de las esquinas del patio, se encuentra una cavidad por la que, se piensa, descendían los sacerdotes con los niños vivos para ser sacrificados al interior del cerro. El guía comenta en este punto que el acceso a esta oquedad, casi vertical, se encontraba tapado con una piedra rectangular, y que luego de removerla se hicieron mediciones con un radar de resonancia magnética. El resultado fue que a 26 metros de profundidad aún no se encuentra fondo alguno. Suponen que el agujero es mucho más profundo y podría conducir a una serie de túneles al interior de la montaña.
Comenzamos el descenso. La neblina nos acompaña durante todo el trayecto e impide disfrutar del magnífico paisaje que ofrece el sitio en días claros. Ni modo, ya hay pretexto para volver. Justo al comenzar a bajar caen las primeras gotas y enseguida una lluvia moderada nos acompaña hasta el campamento. Es inevitable no pensar en Tláloc.
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